Había llegado, por fin, a la jubilación y había recibido una carta frutal del Secretario General de su partido, donde se le agradecían los esfuerzos aportados y se le advertía que un militante no se jubila nunca. Lloró emocionado y algunos amigos le oyeron jurar que, ahora que estaría libre de otras obligaciones, iba a dedicarse en cuerpo y alma al Partido. Pero antes había que poner orden en su colección de zulos, auténtica red urbana, doméstica e institucional, de almacenes embutidos sin conservantes y con un único colorante (rojo), donde había atesorado los documentos políticos que nunca leyó, los tornillos que nunca necesitó, el merchandising electoral, viejas pancartas y nobles banderas. Hubiera podido hacerlo si la operación hubiese requerido solamente el traslado de elementos, pero le estaban pidiendo que limpiara, que dejara vacíos aquellos almacenes de lo impensable y de lo imprescindible.

Tenía que abordar el caso con total seriedad. Planifiquemos -se dijo-. Pero antes había que dibujar la planilla donde situar todos los pasos sucesivos en un cronograma con concesiones a un Perth que vislumbró en sus lejanos tiempos de la construcción. Iba ya a dibujarla cuando le encargaron que paseara a su nieta y, mientras estaba en el parque con ella, se puso a hacer monigangas y se le olvidó aprovechar el tiempo para pensar en el cronograma mientras la niña jugaba con la arena.

Volvía para su casa cuando leyó el anuncio de una oferta de suscripción al diario que leía cotidianamente sin ahorrar críticas a la línea editorial y al ninguneo mediático que aplicaba a todo lo que tuviera que ver con la buena imagen de su partido, lo que contrastaba con la prontitud con la que reflejaba cualquier riña a navajazos, a corrientes o a purgas. La oferta incluía regalos en forma de colección de DVD, una conexión gratuita a la publicación en Internet del mismo periódico y, en el caso de que se aportara la inscripción de otra persona, más obsequios.

Nuestro hombre vió la oportunidad de aprovechar tan irresistible oferta. La lectura diaria de la prensa del adversario (para hacerle un seguimiento de su línea antipartido, claro), saldría más económica y, encima, se llevaría un regalo.

No calculó cifras, sólo vió la oportunidad de llenar su casa de DVD´s regalados y, casi sin proponérselo se convirtió en agente comercial voluntario: Empezó por el círculo familiar y el de sus amistades. Pronto se le vió en el parque, con su nieta, montando una especie de top manta en el que terminó haciendo sus propias promociones: A quien le firmaba una suscripción le entregaba, por su cuenta y riesgo, la copia pirata y artesana de un cd de Joan Baptista Humet que tenía en mucha estima: canturreaba la historia de Clara maravillándose de las delicadas metáforas del cantautor para tratar un tema tan espinoso.

En vano los amigos le gastaron bromas: Un día recibió en casa la supuesta carta del todopoderoso señor dueño del periódico. Tardó en comprender el engaño. Claro que le sorprendía que un señor tan importante le ofreciera una batería de cocina, («inox 24» en metal galvanizado y con manguitos ignífugos), pero con la racanería de exigirle a cambio una veintena larga de suscripciones. Tampoco hizo efecto otra supuesta carta del propio Humet, recriminándole su comportamiento pirático. Nada le impresiona ya, preso como está de esa fiebre comercial y consumista. Por eso me he encargado de llevar su caso a Mundo Obrero; por denunciar lo que el neocapitalismo liberal exhaustivo está haciendo con nuestros jubilados: agentes comerciales de banco y bolsa (de parque y de plástico, respectivamente) que se dedican a difundir los productos de la burguesía inteligente en vez de continuar frente a los fogones de las morcillas y chorizos en las fiestas del partido.