El año que despedimos pasará sin duda a la historia política del país como un año de transición. En muchos sentidos. Uno de ellos, y seguramente el más importante, es que podemos decir que se ha roto finalmente en España el ciclo de la transición política iniciada hace treinta años. En efecto, por más que de manera todavía minoritaria, la aceptación general de la monarquía reinstaurada por el dictador ha hecho crisis. La prueba más obvia de ello es el nerviosismo manifestado por el monarca en diversas ocasiones a lo largo de los últimos meses: recriminación a la presidenta de la Comunidad de Madrid (por más que en este caso casi podríamos simpatizar con Don Juan Carlos…), bronca al presidente de Venezuela y «desplante» al presidente de Nicaragua y, más significativo aún, exhibición inoportuna y contraproducente de la institución monárquica con una visita sin precedentes a las «plazas de soberanía» del norte de África (que son tan «naturalmente españolas» como «naturalmente británico» es Gibraltar).
La eclosión, por otro lado, de las reivindicaciones de recuperación de la «memoria histórica» en aquella parte, hasta ahora olvidada, que corresponde a los derrotados defensores de la legitimidad republicana, es una prueba más de que el pacto de silencio con que se blindó el paso de la dictadura a la democracia (vigilada y intervenida) a fin de que cambiasen los «collares» pero no los «perros» se ha roto para siempre. Sólo la timidez del PSOE y de IU ante las presiones de la derecha franquista, bien representada por el PP, ha hecho imposible que la ley aprobada sobre este tema llegara hasta las últimas consecuencias, y ha garantizado, en cambio, y contradictoriamente con la finalidad pretendida, la impunidad de los crímenes cometidos por el franquismo.
Otro signo, no tan positivo, de cambio de ciclo es el hecho de que la moderación mantenida hasta no hace mucho por las fuerzas políticas representativas de los nacionalismos periféricos parece haberse roto al optar éstas de manera decidida por la llamada vía soberanista. En casos como el de Cataluña, este giro tiene como eje el «cabreo» generalizado de una población castigada por graves deficiencias en la prestación de servicios públicos básicos. El problema aquí es no ver que la raíz fundamental de esta degradación de los servicios es el proceso de privatización creciente a que están sometidos. Y no sólo por decisión política del Gobierno central, sino por decisiones que vienen tanto de más arriba (políticas de «liberalización» impuestas por la UE) como de más abajo (privatizaciones y déficit de inversiones, por ejemplo, en el Instituto Catalán de la Salud, transferido a la Generalitat desde hace años). Sin embargo, aquello que socialmente supone la apertura de una grieta importante en el consenso inmovilista de la transición no encuentra correspondencia en la esfera de la representación política debido a su coincidencia en el tiempo con el momento de máxima debilidad de la izquierda no integrada en el PSOE. En efecto, la crisis de IU y el abandono creciente por ICV de su perfil de izquierdas (pero también de su ecologismo, tal como pone de manifiesto la nefasta gestión de Francesc Baltasar al frente del departamento de Medio Ambiente) hace prever, en las próximas elecciones generales, un importante porcentaje de abstención o de inútil «voto útil» al PSOE por parte de votantes tradicionales de IU (en Cataluña, de EUiA y de ICV).
Por lo que respecta a la crisis de IU, hay que decir que, independientemente de los posibles errores cometidos por aquellos que hemos querido mantener su perfil fundacional de oposición tanto a la derecha tradicional como a la nueva derecha «socio-liberal» que tiene vampirizado a un sector importante del PSOE, la causa fundamental radica en el intento, cada vez más logrado, de su dirección actual de transformar desde dentro un proyecto que buscaba puntos de ruptura con el sistema capitalista en un proyecto que se contenta con ejercer la «crítica constructiva», pensando, erróneamente, que las condiciones actuales de conciencia y capacidad de movilización de la izquierda social no permiten ir más allá. Al razonar así, cometen la falacia consistente en confundir descripciones con prescripciones: el hecho de que la gente piense X y haga espontáneamente X no quiere decir que sólo pueda entender un discurso que diga X y proponga hacer X. En el río de la política dominada por el capital es imposible, no ya avanzar, sino ni siquiera mantener la posición sin nadar contra corriente.
Sea cual sea el final de esta crisis (que creemos irreversible), los comunistas mantendremos nuestra actitud de oposición indeclinable al sistema imperante, promoviendo las formas más eficaces y democráticas de autoorganización de las masas trabajadoras y de unidad entre las fuerzas políticas que tengan este mismo objetivo liberador. Al hacerlo así mantendremos vivo el ideal que guió, durante toda su vida, a nuestro presidente Gregorio López Raimundo. – Editorial Nº 81 de Nou Treball