La renovación teatral llega tarde a España, ya en la Transición, de una manera caótica y con claros vestigios de épocas pasadas incardinadas en la estructura cultural. Más o menos igual que la revolución burguesa, de la que una actualización en el teatro sería uno de sus correlatos culturales, y que deja intactas la relaciones de poder, abocándonos a sufrir una derecha rancia e inculta embrabuconada por la tibieza de la socialdemocracia.
En Cómicos, película de 1953, Juan Antonio Bardem realiza un retrato fiel del mundo teatral de la época. Siendo por entonces el teatro un espectáculo de masas, aún no sustituido del todo por el cine ni mucho menos por la televisión, la vida de un actor es miserable, tanto desde un punto de vista económico como moral. El hilo conductor del film es la continua esperanza en triunfar, lo que hace que los actores no protesten, aguanten pensiones de mala muerte y salarios bajos. Más o menos como hoy. En eso el arte no evoluciona, sujeto a las leyes del mercado y con el añadido hoy en día de la superproducción, alimentada por el «todo vale», el intrusismo alentado desde las televisiones, con concursos para hacer hornadas de artistas en pocos meses (se habla del «talento», muy poco de trabajo y humildad) y series de televisión en las que el actor no interpreta, más parece que leyera mecánicamente la última gracia que se le ocurrió al guionista de turno.
En Cómicos vemos también la estructura vertical y jerárquica de las compañías, con personajes marcados de antemano (el viejo, el gracioso, la dama, el galán…) y dominadas por unas relaciones semejantes a las de los gremios medievales. Y también, como no, la receta para triunfar, a la que aún hoy se ven abocadas muchas actrices: emputecerse, acostarse con el productor.
Mientras, uno de los capitalistas del teatro comenta su concepción del actor: mientras respire ha de trabajar, «total sólo tiene que hablar». Ni rastro de derecho a la baja laboral.
En 1833 Mariano José de Larra publicó el artículo «Yo quiero ser cómico», en el que narraba cómo un hombre le pedía un enchufe al periodista para trabajar de actor. Larra le preguntaba por sus estudios, su conocimiento de la gramática y la prosodia, de la historia… A lo que el aspirante a cómico contestaba que ignoraba todo. Larra, irónicamente, le daba sus felicitaciones, diciéndole que con semejantes «conocimientos» lo tenía todo para ser un gran actor, pues sacaría a relucir en sus interpretaciones toda suerte de tópicos: «si hago de rey, de príncipe o magnate, ahuecaré la voz, miraré por encima del hombro y a mis compañeros, mandaré con mucho imperio (…), si hago de juez daré fuertes golpes en el tablado con mi bastón de borlas, y pondré cara de caballo, como si los jueces no tuviesen entrañas (…)», y así también para representar al pícaro, al anciano, al gracioso, al delincuente…Estos estereotipos interpretativos, fruto de la desidia y la ignorancia, llegan hasta hoy día, a las series televisivas, a los «nuevos» cómicos» made in usa de la paramount comedy y a los espectáculos teatrales para la burguesía…