Como imagino que la sola lectura del título habrá colocado en guardia a más de uno, antes de seguir adelante me gustaría aclarar que yo soy un ferviente partidario de la fotocopia. Y quien dice fotocopia, dice cualquier medio a través del cual se pueda difundir la obra de cada uno.

Evidentemente, como autor, mi propósito es que a cuantas más personas lleguen las historias que cuento, mejor.

Más de una vez me ha sucedido que, en el supermercado, el carnicero – por poner un ejemplo – me ha dicho: «He visto tu película. Me ha gustado, pero me la he bajado de Internet».

Y, en contra de la reacción que de mí esperaba, supongo que de molestia por no haber pagado la entrada o el alquiler correspondiente, ésta ha sido de alegría. Imagino que la misma que él experimentaría si yo le dijera: «Ayer me comí tus filetes. Estaban deliciosos». Ahora, lo que ya no se qué pensaría es, si a continuación, yo añadiera: «Pero no te los pienso pagar».

Tampoco se qué les parecería a tanta prensa como hay que lanza diatribas contra los derechos de autor si solamente se les comprara el primer ejemplar salido de la rotativa y el resto fueran gratis. O lo mismo al agricultor, si cobrara solo por el primer tomate y no por el resto. El asunto es así de fácil. En una Sociedad de Mercado, nadie pone en duda que hay que pagar por lo que se compra, excepto si es Cultura, o para no ponernos estupendos, Espectáculo.

Los derechos de autor, como cualquier derecho, no han sido regalo de nadie, sino algo conseguido a través de la lucha. Y eso no debiéramos pasarlo por alto. Mozart no era dueño de su obra, sino el oligarca que se la encargaba; o sin ir tan lejos en el tiempo, los autores de las canciones u obras de teatro de hace no demasiados años, tampoco eran los dueños de su trabajo, sino que por el contrario, los beneficios iban a parar al editor musical o al empresario de turno. Finalmente se consiguieron reconocer nuestros derechos e incluso que éstos pudieran heredarse durante un periodo limitado de tiempo por nuestros descendientes. O sea, igual que los herederos de la Duquesa de Alba, con la diferencia de que nuestra herencia es fruto de nuestro trabajo, mientras que la de ella del saqueo y el expolio y además, por si fuera poco, de por vida. Ahora, eso sí, aquí nadie dice nada. Todo está correctamente establecido. Nadie pone el grito en el cielo porque nadie se mete con una familia tan poderosa.

Y eso, me da la impresión, qué es justo lo que pasa con esto del Canon. Resulta que ahora los autores somos unos chorizos de la peor especie porque decimos que ya que las nuevas tecnologías permiten acceder a nuestro trabajo – a nuestro producto – sin que percibamos nada a cambio, esto es, sin que recibamos nuestro salario, alguien tendrá que compensarnos por ello.

Entonces surgen airadas voces diciendo que por qué; que si uno compra un DVD para grabar a su niña, por qué tiene que pagarnos a los autores. Y es que, o hemos caído ya en el grado sumo de la hipocresía y el borreguismo, o es que aceptamos sin pensar todo lo que nos dicen quienes son los auténticos beneficiarios de este asunto.

¡Por supuesto que no es el consumidor quién tiene que pagar! Pero, por supuesto, que quién tiene que hacerlo es el que posibilita la piratería: el fabricante de soportes y ordenadores, el operador de telefonía o Internet, o quien sea que venda un producto capaz de hacer que el nuestro sea gratis. Pero claro, ¿cómo vamos a meternos con los poderosos? Como nadie se atreve con Sony, IBM, Telefónica o Microsoft, tiremos de la cuerda más floja: la culpa es de los autores.

Nada importa el dineral que ganan las compañías con las descargas y ventas de aparatos capaces de grabar y regrabar. ¡Viva la Cultura Gratis y eso sí, el Libre Mercado! Claro que, según eso, ¿qué me impide a mi llevarme gratis todo lo expuesto en una tienda de informática? ¿Dónde está escrito que mi trabajo tenga menos valor que el de un fabricante, un vendedor, un periodista…?

Y por supuesto no me vale eso de que al final lo que éstos tengan que pagar repercutirá en los precios. Para eso está la ley. Para obligar al fabricante a cumplir con sus obligaciones. Si no es así, entonces vivamos todos al margen de ésta, pero todos, no sólo unos pocos.

Para acabar. El otro día decía mi amigo Wiyoming en un artículo al respecto, que para que nadie se confundiera y pensara que estaba defendiendo sus innumerables beneficios, declaraba que este año había cobrado de la Sociedad de Autores, la módica cantidad de 30 euros. Yo, 24.