De lo que está sucediendo en Italia, no es fácil discernir si lo más sobrecogedor es la persecución de inmigrantes y la destrucción de campamentos de gitanos o el hecho de que el fascismo explícito haya pasado a formar parte, de manera «natural» -por el voto ciudadano- de nuestra «normalidad» democrática.
El discurso racista y xenófobo era, hasta hace bien poco, patrimonio exclusivo de la extrema derecha, arrinconada y estigmatizada, en nuestras sociedades desarrolladas, desde las fuerzas políticas y las instituciones democráticas, y con escaso respaldo de la población; un respaldo cuyo análisis, sin embargo, señalaba el punto débil del sistema: el discurso racista y xenófobo calaba profundamente en los colectivos más excluidos y depauperados. Aquellos a los que el Estado ni el bienestar llegaron nunca o a los que las políticas neoliberales va dejando en la cuneta.
Con la brevedad -y la renuncia a matizaciones- que impone el espacio de que dispongo, señalaré los tres elementos fundamentales que, en mi opinión, han dado lugar a una situación que no hace mucho resultaba impensable en la Europa que se definía de los derechos y las libertades: 1) La inseguridad -vital e identitaria- que genera el avance imparable de la globalización económica bajo el imperio del capital especulativo, no solo afecta a las capas social y económicamente excluidas sino a segmentos cada vez más amplios de población trabajadora y de las clases medias; 2) la respuesta débil -cuando no cómplice- de la izquierda política y sindical (las voces críticas somos muy minoritarias y con escasas posibilidades de proyección pública), que ha hecho omisión de su deber político y ético de combatir las proclamas disgregadoras, que fundamentalmente buscan prender en la clase trabajadora, cada día más numerosa, pero a la vez más vulnerable, dividida y debilitada; 3) la constatación de que el discurso racista y xenófobo, más o menos maquillado, es, en estas circunstancias, un granero de votos, mientras que la defensa de los derechos universales, de la justicia y la igualdad para con los «otros», los detrae. La derecha se lanza en tromba a por ellos, pues, en esencia, no le supone grandes contradicciones con su ideario; el social-liberalismo y otros sectores que se reclaman de la izquierda, temerosos de perder apoyos, se han ido incorporando a esta marea negra -de manera vergonzante unas veces, otras no tanto, legitimando el proceso de degeneración democrática.
Las últimas campañas electorales en países significativos de la UE como Francia y, más extremadamente, la propia Italia, ante el malestar creciente de sus poblaciones por la degradación de sus condiciones de vida, han abundado sin pudor alguno en la vía «fácil» de señalar un causante principal (el diferente, el extranjero, el «otro») de los problemas más sentidos y nunca resueltos. El aumento de la desigualdad y la pobreza, la inestabilidad en el empleo y las incertidumbres ante el mañana, el retroceso del Estado protector…, son las causas reales de una inseguridad que, convenientemente manipulada desde instituciones y medios de comunicación (y sin un discurso fuerte consecuente desde la izquierda para contrarrestarlo), busca culpables en los que «razonablemente» poder volcar sus frustraciones, como se ha manifestado con crudeza e inmediatez en la violencia desatada por los pobres de los barrios contra los miserables de los campamentos gitanos en Nápoles (Sudáfrica, de momento, queda un poco lejos). Resulta curioso ese afán de «limpieza» de la suciedad y de la delincuencia que imputan a inmigrantes y gitanos, en una ciudad invadida por toneladas de inmundicias y dominada por la Camorra. Pero su expresión más acabada y conveniente para el sistema es el trueque que se ofrece al conjunto de la sociedad, previamente atemorizada, de seguridad a cambio de derechos y libertades, estableciendo una incompatibilidad entre éstos y aquélla que pervierte y tiende a anular el Estado de Derecho, dejando al ciudadano indefenso ante un Estado cada vez más autoritario, represor y corrupto, al servicio de los intereses de las grandes multinacionales y del capital especulativo, que esquilman a los pueblos y ponen el peligro el planeta.
Sin embargo, nadie parece preguntarse si una vez que se haya hecho una verdadera limpieza étnica y de gente de mal vivir, que comete el crimen de venir a trabajar «sin papeles» (¿quién puede conseguir un contrato de trabajo estable en el reino de la precariedad y del trabajo en negro?) a una Europa en decadencia demográfica y necesitada de mano de obra (en lo que todos coinciden), habrá una distribución más justa de la riqueza que entre todos producimos, volverá la estabilidad en el empleo, la vivienda estará al alcance de quien la necesite, la educación y la sanidad serán gratuitas y de calidad, habrá escuelas infantiles para los pequeños y nuestros mayores serán atendidos con dignidad y, en fin, desaparecerán las Camorras y otras mafias familiares tan nuestras del crimen organizado, de tal forma que podamos sentirnos realmente seguros. Todo ello, según prometen, sin tocar los fundamentos del sistema.
PD – Como reprochan los italianos, efectivamente las muertes de inmigrantes por disparos de armas de fuego y un número indeterminado de heridos en el intento de saltar las vallas de Ceuta y Melilla en el otoño de 2005, así como otros abusos de las fuerzas de seguridad en estos pasos fronterizos, denunciados por decenas de organizaciones, aún siguen sin aclarar. Los acuerdos con Marruecos, cuyas fuerzas de seguridad hacen deportaciones masivas de inmigrantes y refugiados al desierto y a lugares minados, para impedir el paso de subsaharianos a la soñada Europa, siguen vigentes.
* Secretaría
de Migraciones del PCE
Susana López es Secretaria de Migraciones del PCE