Desconozco los motivos por los que mis colegas de profesión de la Academia de Cine le han otorgado al Rey Juan Carlos I de España – y empresas varias – el Goya honorífico. Supongo que no será por sus méritos como actor. De sobra es conocida su incapacidad para aprenderse los diálogos, incluso para leerlos con un mínimo de tensión dramática. Tampoco creo que sea por su modélica expresión corporal. La mirada vaga, perdida en sospechosos vapores etílicos y los movimientos torpes, rígidos o a veces desmañados, deslucen su regia figura, bien vestida y mejor alimentada. Aunque tal vez sea por su acérrima defensa del séptimo arte o a su afición a ver lo que han creado sus súbditos. Pero me da que tampoco. Que yo sepa nunca me lo he encontrado ni en una sala de cine, ni en un video club, ni en nada que se le parezca. Más bien me pega que sus gustos van por otros derroteros. Si acaso habrá asistido a alguna sesión cuartelera donde se proyectara la serie entera de los Rambos y seguro que más de una película de las guarras. Y claro, tampoco le veo yo mérito a eso. Menos aún si quien se lo reconoce es toda una Academia.
Pudiera ser que, dada la creciente afición y éxito del género de terror, se lo hayan concedido por eso mismo. No en vano fue coprotagonista – hacía el papel de galán joven – en una de las películas más terroríficas que hemos vivido en nuestra reciente historia, la de la Dictadura que duró cuarenta años protagonizada por su Excremencia el Generalisisisisisimo. Pero tampoco lo creo. Duró demasiado tiempo en cartel, pero sin éxito alguno de público y crítica.
Quizá haya sido por esa absurda moda de deformar la historia a través del cine y las series de televisión, donde los asesinos se convierten en cándidos abuelillos en la intimidad, mientras que los auténticos protagonistas de la historia, aquellos que realmente la han transformado, ni aparecen y los pasados tiempos terribles parecen sacados – bajo el prisma del revisionismo – en piezas dignas del más almibarado Walt Disney. ¿Será entonces por el desorbitado sueldo que cobra, mayor aún que la mayor de las estrellas de Hollywood, pero sin dar ni un palo al agua? En fin, que me rindo. Admito desconocer los designios de mis, de repente encorbatados, colegas cinematográficos.
Lo malo – o lo bueno, según se mire – es que puestos a desconocer, me doy cuenta que desconozco muchas cosas. Y más aún, los motivos que las inducen. Por ejemplo, ¿por qué hay una inmensa mayoría de nuestros parlamentarios que se niegan a denunciar el vergonzoso Concordato con el Vaticano, cuando luego, uno a uno, la inmensa mayoría reconoce justo eso, que es vergonzoso, abusivo y extraño a todas las leyes del derecho?. Se me ocurre que sea porque el Vaticano tiene grandes paquetes de acciones en casi todos los bancos, los mismos que prestan dinero a los partidos políticos, incluso al Estado. Pero no creo que sea por eso, ¿verdad que no?. ¿Será entonces porque son los mayores terratenientes de España? ¿Qué hay que se nos oculta tan grave y misterioso en ese contrato leonino que impide acabar con el diezmo al que todos los españoles estamos obligados? También lo desconozco, aunque se me ocurren un montón de cosas, a cual más preocupante.
Desconozco también por qué a tantas personas que han fomentado el asesinato, se las considera adalides de la no violencia: Nobel, que inventó la dinamita; Einstein, que colaboró en la elaboración de la bomba atómica; Teresa de Calcuta, con su apología del hambre y la pobreza como método personal de salvación – y enriquecimiento -;.. Reconozco, eso sí, que siguiendo esa línea, sea coherente conceder el título de Hombre Pacífico del año a Obama, que mantiene en activo tres guerras y varias invasiones. Desconozco, eso también, donde compran los diccionarios aquellos que conceden esos títulos.Desconozco por qué esa manía de defender los intereses particulares como si fuesen públicos. Y sobre todo, qué razones inducen a la población a creer que Repsol es suya y Venezuela, Ecuador o Bolivia el enemigo que pretende quitarnos lo nuestro cuando dicen que los recursos naturales de sus países son suyos y no de la empresa de titularidad española. ¿Dónde estaba yo que no me enteré cuando la petrolera – por cierto de capital multinacional – repartió sus dividendos entre todos los españoles?.
Y últimamente desconozco dónde están los armadores del Alakrana, los mismos que mandaron a sus empleados a faenar ilegalmente, a robar la pesca a sus propietarios, a sumirles aún más en la miseria, a abocarles en la desesperación. ¿No habrá un solo juez que les juzgue también a ellos como piratas, aunque sean españoles y no un puñado de negros, de negros pobres?
Desconozco muchas cosas. Pero será porque soy tonto y como decía el poeta Alberti:» y lo que he visto me ha hecho dos tontos.