Lo que está sucediendo en España con la Monarquía es sólo comparable a lo narrado en “El traje nuevo del emperador”, el famoso cuento de Andersen.
No hace tanto, los republicanos de este país estábamos estigmatizados y topábamos con una conspiración político-mediática para hacernos creer que el Emperador iba vestido con unas galas inexistentes y para situar al Rey y a la Monarquía en una especie de burbuja protectora que los hacía inaccesibles a la crítica de los simples mortales. De hecho, aquéllos que osaran pasarse de la raya quedaban inmediatamente expuestos a la invectiva pública o, en el peor de los casos, a la sanción penal por injurias a la Corona.
Pero, como en el cuento del danés, ha bastado un simple pinchazo para que la burbuja estalle y para que el Emperador aparezca desnudo ante sus súbditos. Se cita con frecuencia el caso Urdangarín como el equivalente al grito de aquél niño que fue el primero en decir que el Emperador estaba desnudo, pero ésto es forzar demasiado el paralelismo con el cuento. Hay otros dos factores que me parece importante tener en cuenta: en primer lugar, la crisis económica que, como única consecuencia positiva, ha tenido la de despertar conciencias y la de que muchos se cuestionaran lo que hasta entonces nunca se habían tomado la molestia de cuestionar y, en segundo lugar, el papel creciente de las redes sociales que ha hecho trizas cualquier intento mediático de silenciar lo insilenciable.
No castigaré la inteligencia de los lectores explicando por qué la Infanta Cristina está implicada hasta las cachas en las tropelías de la Fundación Nóos, pero, para quien defienda semejante extravagancia, basten tres preguntas: ¿por qué la Infanta quiso participar y ser Secretaria de una empresa en la que no ejercía de Secretaria y cuya actividad desconocía?; ¿cómo podía ignorar el origen del abundante dinero estafado a la ciudadanía por la Fundación Noos y que fue a parar directamente a su economía familiar?; ¿Cómo podía la Infanta ignorar lo que hasta el Rey sabía?. La tesis de la esposa gilipollas no es defendible ni en el caso de Ana Mato, a la que se le aparecían los Jaguars en el garaje, ni en el caso de la Infanta, a la que se le aparecían los palacetes en Pedralbes.
Si el caso Urdangarín ha metido directamente la corrupción en la Casa del Rey, tampoco es manca la cacería de elefantes en Botswana, con princesa-amante incluída y financiada con dinero saudí (la cacería, no la amante). La gente se pregunta con razón qué líos se trae el Rey con las dictaduras de la Península arábiga para que haya con ellas tanto ocio y tanto negocio y para que le den asilo al yerno maldito en Qatar y también se pregunta a qué negocios se dedica la princesa-amante siendo que ella misma ha tenido la ingenuidad de definirlos como de “altísimo nivel”.
No vale la pena ensañarse con estos temas porque la propia familia Real se las arregla y compone muy bien solita para parecer mucho peor que una serie mejicana de sobremesa.
Sólo dos advertencias para acabar: lo peor aún no lo sabemos. El meollo del asunto no está en la contabilidad de la Casa del Rey a la que, como si hicieran algo extraordinario, han metido en la Ley de Transparencia. El meollo está en el patrimonio privado del Rey que, estoy seguro, Juan Carlos no es capaz de explicar sin tener que dimitir al día siguiente. Exigir el acceso a este patrimonio –como lo tenemos al patrimonio de Diputados y otros altos cargos- ha de ser el objetivo fundamental a partir de ahora.
Y segunda advertencia: fundamentar la transición a la República en las fechorías de la Casa Real es pobre e insuficiente. La Tercera República ha de venir de una única y simple convicción: la de que ninguna institución del Estado ha de ser ocupada por personas que no encuentren su legitimidad en el sufragio ciudadano.