De pactos y componendas
Leo PPSOE, con la “P” compartida. Los dos partidos mayoritarios se acercan en lo que denominan “cuestiones de estado”. En realidad, como sabemos, procuran salvar los muebles ante la catástrofe electoral que se avecina. Intentan una extraña unidad programática, simbólica y fotográfica. Los votantes andan quejosos, remolones, sin comprender muy bien a qué juegan sus respectivos líderes. Rajoy, enhiesto caballero andante de las Europas todas, desconcierta a Aznar que, ofendido, gruñe. Pérez, al que dicen Rubalcaba por aquello de la sonoridad, ignora a los suyos, de natural ausentes, brujuleando entre dos vascos, Madina y López, y Carmen, alias Carme, de la díscola federación catalana. Mariano y Pérez, esto parece Galdós, pierden votos cada mes, como gotera de palacio, y se afanan en parecer lo que no son: líderes carismáticos. Weber, don Max, se hubiera reído ante tamaño desafuero. El PPSOE, la PPSOE, que dirán algunos iluminati del Sur, esquiva a la prensa y recorta cual morlaco temeroso en busca del portón de salida. En el pacto, que no sabemos de qué trata, tuvo que intervenir el hombre de Slim, prohombre, un héroe de nuestro tiempo, queremos un nieto tuyo, para apaciguar las aguas y descerrajar el sepulcro blanqueado de cal. Otras fuerzas crecen, al menos en intención de voto, aunque en el caso de IU debe tomarse todo con mesura y prudencia. Son demasiados años de encuestas, ilusiones y decepciones. Prohibido repartir cargos y prebendas. El camino es largo. Quedan muchos meses para las primeras elecciones. Cayo Lara, en buena onda, gira hacia la modernidad. Parece un gafapasta, dice mi nieta Lola. La lista europea será un punto de inflexión. El 30-30, creo recordar por el corrido, era un arma de fuego, no una cuota.
Aznar, el eterno aspirante
No quiero que se demuestre, en sede judicial, que la Gürtel pagó unos focos en la boda, Felipe II nos asista, de su hija Anita en El Escorial. No quiero que se demuestre porque sería, como decía Quevedo, mucho y feo, todo lo cotidiano. No quiero que se demuestre en sede judicial, ya que supondría, amén de triste regalo lumínico, cosa imposible de olvido. Como lo del hermanillo, Rinconete, del “neomemorialista” sevillano (va por el tercer volumen). Aznar y Guerra tienen algo en común, por no decir mucho. Ambos tienen eso que los sociólogos modernos llaman resentimiento de clase. Uno por no haber sido más que un aspirante a pijo madrileño, zapatos color corinto, borlas, pulseritas de cuero, camisas rayadas con puños y cuello blanco; el otro, zascandil teatrero del distanciamiento, pícaro cervantino, tras su legitimidad social, intelectual, vía Herr Gustav o Cernuda, mientras la derecha, donde se miraba y envidiaba, le lanzaba a la cara doctorados en Yale, apellidos compuestos y alcurnia del XVIII. Alfonso y José María protestan cada uno a su manera. El musculado agrede a Mariano, que cada día recuerda más a su homónimo de Forges, su falso delfín, por no dar la cara por él en las tramas de corrupción y la reciente historia de sus logros. Guerra, guerrita, estirado torerillo, el diputado más antiguo de la Cámara, creo, figurante y oyente, atizando en el tercer volumen de sus invenciones. Vamos, como las memorias de Carrillo. Ni una verdad. Nunca soporté a Semprún, efímero Malraux patrio, pero el retrato -racismo de clase- que dejó de AG, que no comparto, merece una segunda lectura. Aznar y Guerra, parientes en el odio, ajustan cuentas con su pasado y sus respectivas leyendas. Ambos publican en la misma editorial. Casualidades del destino, capricho de los catálogos.
Paz social
Mareas y tempestades sectoriales recorren las calles de la geografía nacional. Mareas, tempestades y terremotos que, sin embargo, no consiguen calar en la espesura del cuerpo social. La mayoría asiste, entre indignada y muda, al fin del estado de bienestar, al fin de los derechos sociales y laborales, con una extraña dosis de calma y resignación. Vivimos como si no existiera alternativa. Como si los argumentos europeos fueran dogma de fe. ¿Cuál es la razón que impulsa a un pueblo al sometimiento a la voluntad de un grupo de tecnócratas europeos? Por qué España, vaya palabra, asiste a la ruptura del “contrato social”, si, de ínfima calidad democrática, pero “contrato social” al fin y al cabo, sin pelear, codo con codo, barricada tras barricada, en la calle? ¿Por qué aquellos que no están directamente concernidos creen que la destrucción de la educación o la sanidad no les afectará o no afectará a sus hijos? Salvo algunos insurgentes, que pelean en todos los frentes, una onda expansiva de mediocridad política domina la escena ante el consentimiento general. Los datos macroeconómicos indican que las soluciones neoliberales no funcionan. Si levantamos la vista, más allá, perspectiva antropológica universal, vemos que avanzamos ante un colapso mundial. Cierto es que la tradición de la familia, la unidad familiar del sur, está paliando la crisis. Es cierto que los abuelos compran, huesos descalcificados, lácteos variados y magdalenas para sus nietos, a los que alimentan. ¿Hasta cuándo? La chispa de la vida no es un refresco con burbujas sino, igual que la muerte de Larra, una detonación. Una detonación que empezará, un fantasma recorre Europa, el día en que alguien, hastiado, no se suicide sino que le arranque las tripas con la mano, Saturno de barriada, a un miembro de la troika. Y ese día no está lejos, intuyo.