Obviamente la literatura, en general, se puede comprender sin el PCE, pero el PCE no se puede comprender sin la literatura.

La literatura anterior a la generación del 27, la de esta generación y la posterior a esta generación. La literatura de la guerra (fue llamada por algunos “la guerra de los poetas”) y en la guerra. La literatura del exilio, en el viaje de ida, y del exilio, en el viaje de vuelta (hace poco he asistido en la Universidad de Bellaterra a un Congreso de literatura del exilio promovido por el profesor Manuel Aznar Soler).

¿Cómo se puede comprender el PCE y su relato sin tener en cuenta a Miguel Hernández, Cernuda, Prados, Herrera, Aparicio, Garfias, López Pacheco, López Salinas, Gabriel Celaya, Alberti, María Teresa León, César Vallejo, Neruda, Buero Vallejo, Vázquez Montalbán, Javier Egea…? ¿Cómo se puede comprender en su total dimensión al PCE sin la influencia de ida y vuelta de Valle Inclán, Lorca, Antonio Machado, Altolaguirre, Aleixandre, Barea, Max Aub, Hortelano, Martín Santos, Isaac Rosa…? No se trata de hacer una nómina completa, pero valgan estos nombres espigados a bote pronto para intentar explicar el contenido del primer párrafo de este artículo.

El discurso del PCE tenía una “armonía” (una segunda voz) cultural y, más específicamente, literaria. Era un trasfondo que iba subrayando el discurso directamente político, que muchas veces aparecía trufado de citas. Era un alcance ideológico y estratégico que se pronunciaba desde las resonancias del texto literario. Y era, a la vez, la síntesis de un esfuerzo constante, sobre todo a partir de 1935 (I Congreso de escritores para la defensa de la cultura), por diseñar la relación del escritor con su entorno real, sobre todo teniendo en cuenta los peores momentos, incluso los momentos de guerra. Quizás fuera don Antonio Machado, tan mal explicado desde las edulcoraciones académicas, el que mejor sintetizó esta preocupación en su poema a Líster: “Si mi pluma valiera tu pistola de capitán, / contento moriría…” Quizás fueron las “actas” del II Congreso (1937) las que demostraron que la preocupación no se difuminaba.

Cualquier discurso político sin un horizonte cultural quizás no pase de una especie de burbuja discursiva de la coyuntura. En el mismo sentido he llegado a pensar que cualquier discurso político sin el acompañamiento de un relato especial, que aporta el discurso literario, pierde capacidad movilizadora y no alcanza el nivel explicativo necesario a la hora de describir en todas sus consecuencias la lucha de clases. O, por lo menos, así ha sido para el PCE hasta que llegaron las urgencias y se acabó sindicalizando la política para enfrentarse a la realidad, más que con programas y explicaciones, con tablas reivindicativas y, se quiera o no, con el mensaje no tan subliminal de “vótanos que nosotros te lo vamos a solucionar”.

Llevar el discurso político al trámite de la realidad normal, equivale no pocas veces a meterse en el entramado diario de una sociedad del espectáculo que todo lo reduce a simples reivindicaciones aisladas, sin cañamazo, sin programa ni relato. De todo esto hemos venido hablando estos días al recorrer España junto a Aitana Alberti: de la necesidad de recuperar aquella ética literaria, aquella especie de “etopeya” literaria que nos hacía más fuertes en la épica de clase.