Este invierno, este enero que ya se extingue, se ha llevado consigo al poeta Juan Gelman, y con él una voz imprescindible –e insobornable– del último medio siglo de las letras hispánicas. Poesía y política vertebraron su escritura y su profesión de humanismo, situadas ambas en la estela de Vallejo.
Nace Gelman en el Buenos Aires de 1930, en el seno de una familia de inmigrantes ucranianos; las lecturas tempranas de autores rusos dejarán una singular impronta en su personal modo de labrar el idioma, de una musicalidad inconfundible. El fragor social de los años sucesivos será uno de los factores que lo impulsen a ingresar, a los quince años, en la Juventud Comunista. Más tarde, abandona los estudios universitarios de Química para entregarse al periodismo y sobre todo, visceralmente, a la creación, en tanto que su militancia se desplaza hacia la guerrilla montonera.
Su primer poemario, Violín y otras cuestiones, inaugura en 1956 una fértil andadura de una treintena de entregas. En los años sesenta publica piezas de referencia, como Gotán –anagrama de tango–, o Cólera buey, que desde su título ya denuncia la rabia sometida. El ímpetu desenfadado de sus primeros versos va dejando lugar al quebranto, a medida que se precipitan graves aconteceres para su país. En los años setenta viaja a Europa en busca de apoyo contra la dictadura argentina, mientras se desencadenan la tragedia y el horror. Desaparecen escritores como Haroldo Conti, Paco Urondo o Rodolfo Walsh, que es secuestrado y asesinado tras hacer llegar a la prensa internacional su “Carta abierta a la Junta Militar”; Gelman, por estar en el extranjero, no puede ser apresado, pero sí su hijo y su nuera encinta, también desaparecidos. Todos esos sucesos dejarán hondas heridas en el verso gelmaniano: tajos, cesuras inesperadas y cadenas interminables de preguntas sin respuesta. La irrupción de la violencia descoyunta el verso, la palabra se resiente, se inunda de dudas y preguntas, se hace incendio y vibra sanguínea, fluye como una herida que se desangra. Los versos se descomponen, se rompen en fragmentos doloridos, como los restos de las víctimas del martirio. Ese dolor se traduce en balbuceo, y la fragilidad de su luz se alza contra la saña brutal.
Ya en 1984, Bajo la lluvia ajena (Notas al pie de una derrota) acoge el drama del destierro, y en 1989 la muerte de la madre del poeta da pie a un libro que delata el exilio múltiple: de la patria, de la lengua, de la sangre (“dame la rabia de tus huesos que yo los meceré / vos me acunaste yo te ahueso / ¿quién podrá desmadrar al desterrado?”). Sus entregas incluyen con frecuencia heterónimos –Sidney West, José Galván, Julio Grecco…– y se suceden constantes hasta fechas muy recientes, con títulos como Incompletamente (1997), País que fue será (2004), Mundar (2007), El emperrado corazón amora (2011) y Hoy (2013).
A lo largo de su vida Gelman ronda una y otra vez la palabra poética desde la conciencia y el delirio –como le gustaba anotar–, desde la lucidez alucinada, y su memorial de testimonios e iluminaciones asedia igualmente lo invisible, ese lado oscuro que también nos pertenece, ése del sueño y el deseo, el que hace posible la permanencia de los muertos, de esos huesos que arden secretamente para alimentar la vida, para recordar que no se han ido: arden en la memoria y arden en la esperanza (“con los caballos de la palabra debo hacer un camino / una dulce pradera donde las bestias se devoren los ojos / y pájaros helados concurran con su fuego / con la memoria de su fuego voy a hacer un camino”).
Ese crepitar de vida incesante, ese fuego poético, se hace antídoto del olvido y sus trampas; es resistencia y combate contra la muerte, y afirmación de la libertad y de la vida: nada puede detener su correntada vibrante y afirmativa, que para siempre habrá de nombrar a su hacedor, porque la palabra es “criatura / que nace sola / después de haberse ido”.