Lamentablemente, la televisión continúa ejerciendo como principal fuente de socialización del individuo en nuestra sociedad.
Como en el mito de Platón, los prisioneros encerrados en el salón de su caverna hipotecada y encadenados al mando a distancia —constituido ya en una prolongación de su cuerpo— asisten boquiabiertos, desde su propio nacimiento, a las sombras que en forma de maremágnum informativo la pantalla proyecta.
Bien sea a través de la pantalla de plasma o de rayos catódicos, en formato convencional o panorámico, en alta definición o en baja resolución, a través del ordenador o del smarphone, la televisión continúa siendo el espejo cóncavo en el que la realidad se deforma y, aunque los avances tecnológicos han transformado la relaciones entre televidente y el medio emisor, su capacidad de influencia y sus objetivos siguen intactos desde su aparición, es decir, el continente no ha transformado el contenido.
Los prisioneros de la caverna hipotecada devoran información y son conocedores de la realidad, pero únicamente de una parte muy concreta de la realidad, siendo desconocedores incluso de su propia ignorancia. Hablan, discuten, argumentan y polemizan sobre la actualidad internacional, social, política o deportiva, pero solo alcanzan a ver las sombras que proyectan los centros de poder con el objetivo de mantener su atención perpetua.
Lamentablemente, la televisión continúa ejerciendo como principal fuente de socialización del individuo en nuestra sociedad. Y a pesar de que la aparición de internet o la multiplicidad de canales apuntaba a una limitación de su poder de influencia, lo cierto es que en los últimos tiempos se ha reforzado aún más su papel de dominio. Según los diversos estudios realizados al respecto, cada españolito consume una media de 263 minutos al día -cuatro horas y media de su tiempo- en ver la televisión.
Hubo una época en que solo existía un canal de televisión que se visualizaba en monitores de blanco y negro, convertidos en el principal electrodoméstico y centro de atención de cada casa. Luego apareció la Segunda Cadena, cuya visualización por falta de cobertura quedaba reducida en su comienzo a zonas urbanas. Y esos únicos canales penetraban con descaro en los hogares con su escasa programación ante la mirada alelada de miles de familias. Si en Sábado Noche estrenaban Los dientes del diablo, el lunes todo el país hacía la gracia con la antológica pregunta del esquimal protagonizado por Anthony Quinn: —¿Quieres reír con mi mujer? Se hacía obligatorio llorar con Heidi y soportar a Chanquete y los suyos en Verano Azul. El ilusionista Ury Geller ponía a media España a torcer cucharas con el poder de la mente, preveníamos la salud con Sánchez Ocaña, aprendíamos la fauna ibérica con Félix Rodríguez de la Fuente, nos torturábamos colectivamente con el concurso Un, dos, tres… responda otra vez y Paco Costas nos enseñaba en La segunda oportunidad que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”. Y mientras todo esto ocurría, mientras la caja boba nos mostraba un mundo feliz y nos incrustaba el capitalismo por las retinas, se privatizaban las empresas del Instituto Nacional de Industria, se vapuleaba el Estatuto de los Trabajadores, se introducían a saco las multinacionales para hacerse con nuestros sectores productivos o se nos tangaba en el referéndum de la OTAN. Quizá por eso decidieron ampliar las sombras de la caverna con la introducción de la televisión privada.
Pero en aquella caverna, algún que otro esclavo encadenado tenía la posibilidad de volver la mirada y dirigirse hacia la salida, quizá porque la propia programación contenía también dosis importantes de razón, en el sentido más filosófico del término.
Hoy la televisión no nos dice cómo tenemos que pensar, sino sobre qué debemos hacerlo; marca los temas sobre los que se habla y se discute en cada centro de trabajo, en cada centro de estudio, en cualquier conversación. Cada mañana al despertarse toda España habla de lo mismo, en los cuatro puntos cardinales, y eso implica que también se ha decidido de qué y de quién no debe hablarse.
La televisión, especialmente determinada televisión, ha adquirido la potestad de elegir los políticos y políticas que obtendrán proyección mediática, y que después deberán ser escogidos por sus partidos para dirigirlos o para representarlos en las contiendas electorales.
Por eso, en plena crisis económica, cuando las clases subalternas habían identificado claramente la causa de sus males y el discurso de clase se abría camino, decidieron cerrar la puerta de atrás de la cueva y aumentaron la proyección de las sombras, para ensimismar a los prisioneros. En este contexto celebraremos las primeras elecciones auténticamente cavernícolas de la historia de nuestro país.
— Y digo yo… ¿aquí no haría falta una Revolución?
— Y luego, ¿por qué me lo preguntas?