La histriónica reacción de Françoise Hollande a los atentados de París declarando el estado de excepción durante tres meses retrotrae a Francia a los años sesenta del siglo pasado cuando la guerra de Argelia. O, como nos recuerda Gilbert Achcar en Le Monde, al estado de excepción limitado que se declaró en determinadas zonas de la periferia parisina cuando se produjo el estallido de los jóvenes franceses de origen inmigrante hace apenas diez años. La amenaza electoral del Front National se combate por el Partido Socialista francés rebasando a éste por la derecha. En este caso declarando la guerra a una parte de la propia población francesa; aquella de la que Manuel Valls, en un ataque sorprendente de lucidez, dijo que estaba sometida a un apartheid social y étnico interno. El islamismo político moderno nació entre las élites europeizadas de los países magrebíes y del oriente próximo, como producto de la frustración por las promesas incumplidas de la occidentalización. Hoy día, el yihadismo amamantado por las corruptas monarquías del golfo, por el Estado de Israel y por el atlantista régimen turco, encuentra su medio de propagación en las poblaciones de origen inmigrante de Bélgica, Francia o el Reino Unido. Pero estas no son otra cosa que las primeras víctimas de las políticas de recortes y austeridad sin fin. La “guerra contra el terror” es la nueva excusa para reprimir a los sectores más marginados, lo que exacerbará la irracionalidad de las respuestas a las promesas rotas.

La prudencia electoral mantiene el tono bajo de nuestros gobernantes, y de la mayoría de los aspirantes a serlo, salvo algunas salidas de pata de banco como las del ministro Margallo. Pero al calor de la campaña se cocinan pactos de estado de los que sólo cabe esperar lo peor. Con la que está cayendo, a ver quién es el guapo que elimina las concertinas de Ceuta y Melilla. Lo mismo cabe esperar de las prometidas derogaciones de la ley mordaza, la reforma del Constitucional y todas las demás medidas aprobadas por el gobierno autoritario de la derecha que encontrarán en la paranoia antiterrorista su mejor razón para permanecer y consolidarse. Que una fuerza política que se pretende alternativa lleve de candidato en sus listas a un activo participante en la destrucción de Libia a manos de las potencias occidentales da una medida de hasta qué punto la obsesión militarista infecta a las élites que dirigen o aspiran a dirigir el país. Y lo peor es no saber si se hace por cálculo electoralista o por convicción.

Las elecciones llegan cuando el escenario está aparentemente distorsionado. Primero la fuga hacia adelante del soberanismo catalán y ahora el yihadismo parecen velar el verdadero problema, la gestión de la crisis en beneficio del capital. Pero ninguno de los dos “fenómenos” es ajeno a esa gestión, sino manifestaciones y consecuencias de la misma. Así las cosas se avecinan tiempos difíciles. Menos mal que nos queda Portugal.