En el año 1990, el profesor Pablo Gil Casado dio a conocer La novela deshumanizada 1958-1988, un estudio sobre la producción novelística publicada en nuestro país en lengua castellana en el periodo que abarca los últimos veinte años del franquismo y los once primeros años democráticos. El autor había publicado La novela social española en 1968 en su primera versión, y en 1975, la segunda. Esto no significa, como apunta el autor, que desestime la vigencia de la literatura social, sino que, según su punto de vista, al estar la novela condicionada por la ideología, su estudio debe estar basado en la concreta coyuntura sociohistórica en la que ha nacido si se quiere entender la totalidad de la implicaciones, por lo que estaríamos ante un proceso dialéctico cuya tesis sería la novela social, una antítesis, la novela deshumanizada, y una futura síntesis, que nos anuncia y que cerraría este ciclo dialéctico.

Pablo Gil Casado parte del término humanización y deshumanización como percepciones del mundo expresadas a través de la literatura. La novela humanizada sería aquella en la que sus personajes están en acción dentro de un mundo de tensiones y contradicciones que exploran y sufren para expresar un sentido de realidad ajeno a toda lenitividad irreal, mientras que la novela deshumanizada está condicionada por una problemática particularmente de carácter individual. Algunas de sus características se definirían por sus situaciones excepcionales, un lenguaje metanarrativo, un estilo ensimismado enraizado en una sintaxis que con- funde más que aclara, unos personajes carentes de identidad real, una prevalencia de las apariencias frente a la realidad, todo esto inscrito en inconcreciones de tiempo y espacio donde la historia ni siquiera alcanza la categoría de historicidad, o no existe. Sería prolijo citar títulos o autores de esta tendencia, algunos de los cuales tuvieron un gran predicamento de crítica y en los círculos llamémosle «intelectuales», pero sí mencionar que esta dicotomía deshumanizada-humanizada es el arranque de un estudio individualizado de un gran número representativo de novelas y novelistas que tuvieron un consenso en la recepción en la crítica y en determinados sectores de la clase media ilustrada.

Este resumen, nos puede ayudar a comprender otro tiempo en el que algunos novelistas, a pesar de la hegemonía política del Partido socialista en España donde el pasado, si no por decreto, sí de facto, parecía ser abolido en aras de un futuro de vino y rosas en medio de un ambiente de grandes fastos, especulaciones financieras y una política internacional que alcanzó su cénit con la incorporación de España a la OTAN, buscasen otros caminos para proseguir una nueva tendencia realista en contra de la desmemoria del pasado y de discursos de bienaventuranzas. Estos novelistas entre los que se encuentran Belén Gopegui, Rafael Chirbes, Juan Eduardo Zúñiga y Juan Iturralde, con su novela Días de llama, rompieron las barreras del postmodernismo para que el lector pudiera tener un arma de conocimiento en contra del discurso hegemónico, al tiempo que eligieron un camino que tenía bastante concomitancia con la concepción del arte realista que Adolfo Sánchez Vázquez explica en La ideas estéticas de Marx, y que según él, es aquel que partiendo de la existencia de una realidad objetiva, construye con ella una nueva realidad que nos entrega verdades sobre la realidad del hombre concreto que vive en una sociedad da- da, en unas relaciones humanas condicionadas históricamente y socialmente y que, en el mar- co de ellas trabaja, lucha, sufre, goza o sueña.

Uno de estos novelistas, Rafael Chirbes iniciaba un camino distante de la deshumanización con su primera novela Mimoun que proseguiría en sucesivas novelas, trayectoria que explicaba años más tarde con argumentos afines a los del profesor Pablo Gil Casado en su artículo La estrategia del boomerang (2010) donde nos recuerda que en España hemos asistido a un flujo de novelas supuestamente dedicadas a recomponer la memoria de los vencidos en la guerra civil, que se nos ofrecía como investigación de un tema tabú y que, sin embargo, ha acabado siendo más una consoladora narrativa, al servicio de lo hegemónico de los sentimientos, para concluir que este fenómeno se ha limitado a moverse en una calculada retórica de las víctimas con las que restituir la legitimidad perdida en los ámbitos familiares del poder.

Después de Mimoun (1988), su primera novela, Rafael Chirbes escribe En la lucha final (1991). La buena letra (1992) fue publicada en su primera edición en la editorial Debate y corregida en la del año 2000 en la que suprime el epílogo que aparecía en la primera entrega, porque según el autor no estaba de acuerdo con la idea de la justicia del tiempo que parecía sugerir el libro, porque éste no es el encargado de corregir injusticias, sino más bien hacerlas más profundas. Después publica Los disparos del cazador (1994), La larga marcha (1996), La caída de Madrid (2000), Los viejos amigos (2003) y, por último, sus novelas, Crematorio que fue objeto de una serie televisiva por parte de un canal privado de pago y La otra orilla que obtuvieron un gran éxito de crítica y público, atención, que, a pesar de lo que se ha querido transmitir por la beatería de turno, siempre la tuvo en los medios de comunicación. Un ejemplo de ello sería la crítica sobre La buena letra publicada en el Cultural de ABC firmada por Ricardo Senabre en abril del mismo año de su publicación, por no hablar de la acogida que siempre tuvo en Mundo Obrero.

Sobre esta cuestión, tras su muerte en el pasado verano provocó una innumerable serie de obituarios que incidían en todos los lugares comunes de su hagiografía, algo con lo que estaba en desacuerdo el crítico Ignacio Echevarría por el oportunismo de aquellos que reivindicaban y celebraban sus posiciones éticas a la que calificaban así para desactivar su carga política, para concluir en su artículo que Chirbes no debería quedar como objeto de culto, sino como revisable testimonio de una época, como doliente documento de contestación y litigio.

Pero hablemos de su narrativa y de La buena letra, su tercera novela, en la que inicia una búsqueda de sintaxis narrativa y un lenguaje propio, un estilo, dirían los ensayistas, que fueran parte integrante para conectar con el mejor realismo de la novela española. Así en este relato la estructura narrativa externa es el fragmento o secuencias de desigual extensión que hace desaparecer la trama y subtramas clásicas. Esta fragmentación no se corresponde con la gramática postmoderna pues su objetivo aquí es la búsqueda de la totalidad. Nos encontraríamos, si utilizamos la retórica poética, con una correlación objetiva entre la realidad que narra Ana, la protagonista, que no es otra que el tiempo de la Guerra civil y el periodo posterior frente al discurso histórico oficial sin fisuras, cuya linealidad inflexible no admitía ni respirar.

Esta estructura fragmentada es un procedimiento narrativo que se corresponde con la voz de Ana, narradora-protagonista que elabora su relato con una omnisciencia legitimada en su propia experiencia, mecanismo que le permite quedarse en el margen o en la sombra para así producir un distanciamiento sentimental de lo que cuenta y así crear su propia dialéctica para evitar que la identificación anule el sentido de la realidad que narra, es decir, la protagonista «no es ella», los protagonistas son los otros. Un distanciamiento que ahonda también la narradora/protagonista cuando sustituye los nombres de otros personajes, por fórmulas como «tu padre», «tu tío» o «tu hermana», así como cuando afirma su condición de mujer frente al mundo de los hombres: «Los domingos mientras los hombres se marchaban al fútbol, tu hermana y yo visitábamos a los abuelos y con el tiempo nos acostumbramos a ir al cine».

La buena letra al no tener una linealidad cronológica característica de la novela tradicional, expresa el ir y venir de la memoria, una memoria levantada no solo contra el olvido, sino también de autoconocimiento y contra la amnesia: «Solo quiero yo entenderme yo mis- ma, entender a todos ellos, a los que no están». Difícil tarea en un tiempo y en un país en el que atizaba el aprendizaje de la suciedad del miedo y del odio, las cicatrices de la tortura, el castigo del hambre, las horas ante las puertas de las cárceles, los deseos reprimidos, el alcoholismo como escape, los muertos en las orillas de los caminos… Un aprendizaje que duró un largo tiempo para que Ana, al final, se preguntase de qué valió la honradez, la entrega, el querer que las cosas fueran de otra manera, pregunta acezante que se impregna de amargura cuando su hijo le propone que venda la casa para construir sobre su solar un edificio de pisos o la traición de su cuñado Antonio que se ha integrado en el bando de sus verdugos. En medio de este recuento, Ana nos dice: «Ahora espero».