Los grandes males de la universidad española en la actualidad son consecuencia, en gran medida, de la asfixia financiera a la que está sometida y de un entramado legislativo que, por la vía del decreto, sin ningún debate en profundidad y sin la participación de la comunidad universitaria, ha cambiado radicalmente el panorama universitario e imposibilita de hecho el cumplimiento de las funciones “al servicio de la sociedad” que la propia LOU asigna a la Universidad. Desde los planteamientos más reaccionarios, como los de la comisión de expertos nombrada por el ministro Wert o las declaraciones recientes del señor Garitano, de Ciudadanos, se clama contra la autonomía universitaria como responsable última de todos los males. Cuando la realidad es que la cada vez más debilitada autonomía universitaria constituye en muchas ocasiones la última garantía de la función social de la Universidad.
La progresiva mercantilización de la Universidad es una estrategia fundada en la insuficiente financiación y en unos “sistemas de calidad” al servicio de intereses espurios que convierten la práctica docente en irrelevante y transforman la actividad investigadora en “una carrera de honores” (en palabras del profesor Bermejo de la U. de Santiago). Todo ello con la inestimable colaboración de un buen puñado de profesores universitarios que avalan y sostienen esta deriva, una nueva casta de mandarines que se está haciendo con el control de facto de la universidad española al margen de sus instancias democráticas.
La creación de una agencia para la evaluación de la calidad y la acreditación del profesorado (ANECA), iniciativa que a priori podríamos compartir, constituye un punto de inflexión. Esta agencia, controlada por el gobierno de turno, al margen de todo debate democrático, fija, entre otros, los criterios de lo que debe ser la actividad investigadora, y lo hace al servicio de una lógica para la que el compromiso con la docencia resulta irrelevante para hacer carrera académica y prosperar en la institución.
El sistema se complementaba con otra agencia de evaluación: la CNEAI (que otorga los sexenios que reconocen la actividad investigadora del profesorado). Recientemente ambas se han fusionado administrativamente bajo la premisa de la eficacia, lo que facilita más el control político/ideológico. Se establece como criterio prioritario la publicación de artículos en revistas incluidas en unas bases de datos creadas y controladas por dos empresas privadas, la norteamericana Thomsom Reuters y la holandesa Elsevier, a las que se paga por su evaluación con dinero público: más de 8 millones de euros anuales. Los libros y los artículos publicados en revistas no incluidas en estas bases de datos carecen de valor. Por otra parte, el uso del español como lengua de creación y transmisión del conocimiento es incluso motivo de “desprestigio” en un sistema cada vez más dependiente de geoestrategias neocoloniales anglosajonas. El reciente escándalo de los plagios del rector de la Universidad Rey Juan Carlos es síntoma claro de la anomalía de un sistema que no valora lo que se publica, sino solo dónde se pública, y que fomenta la creación de potentes redes clientelares en torno al control de ciertas revistas.
Esta nueva tecnocracia otorga un capital simbólico a determinados profesores universitarios que en ocasiones estos convierten en sustanciosos ingresos merced a su colaboración con las grandes empresas y otras entidades, en una clara transferencia de renta de lo público a lo privado. Los nuevos criterios formulados para la acreditación para los cuerpos de profesorado funcionario ahondan en esta línea, y son aún más oscurantistas e inseguros jurídicamente que los anteriores. Son también más difíciles de cumplir incluso para quienes se someten a las “reglas de juego”.
Paralelamente, los medios claman sobre causas tan ajenas a los problemas reales como la “endogamia” y la “autonomía universitaria”, y va cuajando un consenso del que participa incluso parte de la izquierda: la democracia, la libertad de pensamiento y la independencia intelectual son negativas para la universidad española. El profesorado universitario en su conjunto es denostado a diario en medios y redes, como un hatajo de vagos y corruptos, sin que nadie aborde en serio los males que aquejan a la universidad española ni plantee un debate riguroso sobre ella.
Desgraciadamente sigue en gran medida vigente el manifiesto Por una universidad democrática que redactó Manuel Sacristán y encabezó Paco Fernández Buey en 1966. La universidad española está en grave riesgo. La precariedad laboral y la falta de perspectivas de estabilidad que sufre una parte importante de su plantilla, favorece un nuevo clientelismo. Esto provoca una ruptura de la solidaridad; la mayoría confía en la “salvación individual” a través de la sumisión y adecuación a unos criterios cada vez más irracionales e inasequibles. Mientras tanto, mediocres, como el citado rector, ligados al poder político y económico, medran y controlan el cada vez más dependiente y menos democrático sistema de educación superior, baluarte también hasta ahora de la investigación pública en nuestro país.