¿Qué sería del sistema sin la corrupción? o mejor dicho, ¿sería posible la corrupción sin el capitalismo? parece más que clara su relación dialéctica, pero intentando responder y esclarecer un poco el estado de la cuestión, empecemos por algún sitio.

Unas relaciones sociales basadas en la explotación de la mano de obra y en la concentración en manos privadas de los medios productivos, así como en el triunfo de la libertades negativas -o individuales- como elemento central y sustantivo del neoliberalismo ideológico que hegemoniza al conjunto de la sociedad, son, a mi juicio, la clave de bóveda para entender la corrupción como un fenómeno inherente al propio sistema en el que vivimos y en el que se reproduce ese esquema de relaciones sociales. Las causas pueden parecer muy simples, desde luego, e incluso pueden hablar por sí solas, pero cuando a tu alrededor, bien sea en el trabajo, en las conversaciones que escuchamos a los “parroquianos” del barrio cuando nos tomamos un café, o en determinados ámbitos como el universitario, lo que se percibe mayoritariamente es una permisividad total hacia la corrupción, la cosa empieza a ser bastante alarmante.

La larga lista de tramas corruptas -Bárcenas, Noos, Blesa, Lezo y un largo etcétera- que asedian a nuestro país, o los corruptos que por sí solos se han tomado la libertad de actuar abusivamente en función de sus propios intereses, no tendrían cabida en un sistema socioeconómico que no les diera cobijo y en el que las decisiones de unos pocos multimillonarios y grandes empresarios primasen sobre la mayoría de las personas que los sostienen con su esfuerzo. Además, por si esto fuera poco, nos encontramos ante un proceso de reorganización de un régimen político que, lejos de luchar contra la corrupción, aunque aparentemente parezca que lo haga, institucionaliza, utilizando groseramente las estructuras del estado, esas prácticas mafiosas como resultado de ese sistema que perpetúa la apropiación indebida de la riqueza.

Por otro lado, es indiferente que dichas prácticas se lleven a cabo por parte del Partido de gobierno, por un Ayuntamiento o por las más altas magistraturas, incluida la jefatura monárquica del Estado; sea cual sea el nivel, todas ellas derivan de una misma lógica y contienen en su ADN el código sistémico que las hace realidad. La oligarquía financiera utiliza al Estado para parasitarlo, adelgazarlo y normalizar unas relaciones políticas basadas en el clientelismo y en las prácticas mafiosas que hoy conocemos como corrupción. No nos engañemos, no hay políticos buenos y malos, ni empresarios decentes e indecentes como últimamente dicen algunos; lo que hay son grupos sociales enfrentados que pugnan por sobreponerse el uno al otro respondiendo a una serie de intereses colectivos como clase. En resumen, lucha de clases pura y dura, cuya correlación de fuerzas actual es desfavorable para la clase trabajadora.

Ahora bien, explicar todo esto, lo cual parece bastante obvio si lo que se pretende es que la gente sea consciente de la profundidad del problema, no siempre está de moda. Señalar con el dedo a políticos, banqueros, empresarios y directores de medios de comunicación está muy bien, pero no es suficiente para que, en una sociedad muy acostumbrada a la corrupción, salte la chispa de la indignación y ésta se convierta en palanca de cambio social. Esta visto, y así lo demuestran la inexistencia de movilizaciones ante cada caso de corrupción, que el discursito de señalar de forma aislada a esa casta que gestiona mafiosamente los beneficios de la crisis capitalista y que perpetúa la corrupción como “modus operandi” en política, no alcanza los objetivos previstos. Ellos no son los verdaderos responsables, son simplemente eso, gestores.

La Tangentópolis ibérica, al igual que en su día se debió hacer con la Italiana, debe ser confrontada como una parte más del problema principal que tenemos: el modelo social capitalista. Después de aquel episodio tan pintoresco de la historia de la política italiana, la verdad es que no cambiaron mucho las cosas, como así lo atestiguaron largos años de corrupción generalizada encabezada por el señor Berlusconi.

Pues bien, cualquier geografía discursiva que nos lleve por los derroteros de un cambio cosmético en la superestructura y dirigido a construir un capitalismo menos capitalista, podrá darnos algún puñado más de votos de forma coyuntural, pero será muy poco útil para desenmascarar y derrocar al verdadero enemigo que enfrentamos. Para afrontar esa guerra necesitamos un Partido Comunista fuerte y bien organizado que profundice en el discurso y en la acción, que haga mucha más pedagogía entre nuestra gente y que señale la raíz de los problemas, hilvanado un relato mucho más sólido que vaya desde lo más cercano a lo más general. Debemos señalar a los verdaderos responsables de esta situación y articular una campaña de movilización social sostenida que nos permita, poco a poco y con la visión puesta en aquellas cuestiones estratégicas que vayan más allá de las urgencias, ir ganando terreno en lo concreto. Asimismo, y ante el avance electoral de la ultraderecha fascista en toda Europa, es una necesidad acuciante poner todo esto en marcha, más aun, si entre nuestras pretensiones está la de transformar la sociedad.