El desinterés del actual gobierno por la ciencia y el conocimiento, que tan bien se refleja en los PGE y en la inexistencia de una política científica que merezca tal nombre, tiene su más preocupante reflejo en la ausencia de estas cuestiones del debate político en el Reino de España. No existen líneas estratégicas claras que respondan a necesidades económicas, sociales y culturales. Y esta ausencia de la ciencia se replica en nuestra cada vez más deteriorada conversación pública.

La calidad y validez de la investigación se reducen exclusivamente dentro del sistema a la publicación en revistas indexadas por las multinacionales de Clarivate y Elsevier a las que con dinero público se les paga más de 25 millones de euros en licencias cada año. Pero no es el impacto sobre el personal docente e investigador de las universidades, sobre sus condiciones laborales y sobre la propia Universidad de lo que pretendo hablar, aunque lo anterior no pueda dejar de mencionarse. El problema para nuestro futuro como sociedad es otro. Desde distintas instancias internacionales se ha advertido de las consecuencias de la primacía de los intereses económicos editoriales sobre la ciencia. La publicación de investigaciones con datos falsos o de nulo interés en el ámbito de la biomedicina es un debate de importante calado que apenas ha tenido reflejo en nuestras universidades.

Pero es en el campo de las ciencias sociales y las humanidades en el que me quiero centrar. El desprestigio del formato libro, su escaso “valor curricular” de cara a la promoción profesional están convirtiendo en residual la transmisión del conocimiento en un formato indispensable para la realización de reflexiones y análisis en profundidad. Por otra parte, las revistas científicas de las que hablamos atienden de forma prioritaria a intereses muy concretos y tienen posicionamientos teóricos y metodológicos muy claros. Estos posicionamientos parten de postulados ideológicos que justifican y avalan las políticas actuales y que se ocultan tras un “discurso cientificista” que esconde su inconsistencia. La posibilidad de investigar desde posicionamientos percibidos como heterodoxos o trabajar sobre objetos de estudio considerados marginales se ve reducida cada vez más. Se trabaja sobre premisas indemostradas y con metodologías que sesgan resultados en aras de la conservación del statu quo.

Jesús Ibáñez afirmaba que la investigación social era un actor fundamental en el cambio social, ya sea para promoverlo o frenarlo. La configuración de este sistema de evaluación de la ciencia ha dejado en papel mojado la todavía en vigor Ley de Ciencia de 2011, último ejemplo de que es posible un consenso en este ámbito. El conjunto de las ciencias sociales, el trabajo de investigación en estos campos del conocimiento, han quedado constreñidas al espacio exiguo otorgado por las lógicas de una hegemonía que les otorga un papel subsidiario y que rechaza la lengua española como vehículo de transmisión del conocimiento. Las lógicas geoestratégicas y coloniales anglosajonas colisionan irremediablemente con criterios que establezcan como prioritarias líneas de investigación que aborden los problemas sociales desde una perspectiva emancipadora y de justicia social.

A menudo me gusta recordar que aunque la ciencia no solo sea un discurso del poder, a veces es sobre todo eso: un discurso del poder. Una parte importante de la producción publicada en investigación social es de muy dudosa utilidad si nos atenemos al interés de los problemas sociales que intenta resolver y de muy dudosa calidad si observamos las inconsistencias metodológicas, la falta de datos que permitan su replicabilidad y la asunción como verdades irrefutables de premisas ideológicas que sustentan el discurso dominante.

Frecuentemente, si uno repasa los artículos de estas revistas, llega a la conclusión que gran parte de los productos de la investigación social publicados tiene como fin prioritario avalar un relato donde la realidad se ajuste a los intereses de los grupos dominantes.

Ha llegado el momento de plantearnos seriamente que la ciencia y el conocimiento no pueden situarse al margen de ninguna estrategia de disputa de la hegemonía. Eso lo sabía muy bien Joseph Goebbels.