Veo el pecado mayor/ de la impaciencia. Ida Vitale.

La utopía, ese género literario que allá por el siglo XVI fundara el bueno de Sir Thomas Moro antes de perder la cabeza en el cadalso, no goza de muy buena salud. Ni la utopía literaria ni la utopía política. Ambas están profundamente interrelacionadas y ambas son dos formas de narración, entendiendo como narración un horizonte de expectativas. Creo que la utopía es el resultado de un estado del imaginar colectivo que se produce en el interior de las sociedades y que tiene sus orígenes en dos causas principales: bien por la existencia de un estado general de opresión caracterizado por la férrea dictadura del “esto es lo que hay” que obliga, a modo de supervivencia mental, a desplazar los imaginarios hacia lo aparentemente imposible: el sueño de la liberación, o bien, por la presencia de un estado de ánimo social cargado de euforia e ilusión por cuanto se vislumbra un horizonte feliz y posible que propicia la construcción de nuevas y favorables verosimilitudes acerca de la convivencia social. En el primer caso, el imaginar colectivo, la ideología dominante, puede encaminarse tanto hacia la utopía como hacia la distopía de lo catastrófico siendo hacia este último camino que la literatura de las últimas décadas parece haberse encaminado de modo preferente. Sin duda el deterioro de los paradigmas del socialismo, el cuestionamiento de la idea de progreso, la amenaza creciente de los vectores de insostenibilidad ecológica y la propia crisis económica, han facilitado este triunfo de las muy neoliberales ideologías del egoísmo en las que el sálvese quien pueda se ha establecido como único y cínico horizonte posible.

El comunismo es y no es utopía. No lo es si entendemos por tal un estado de fantasía, utópico, en el sentido de inalcanzable. Lo es si, siguiendo al sociólogo polaco Bronislaw Baczko, entendemos por utopía la disposición humana a proyectar ideales para ejercer transformaciones sobre la realidad. El comunismo por tanto como aquella ideología que va más allá de lo dado y que tiende a destruir totalmente, la lógica y el orden de cosas predominante en las sociedades capitalistas. El comunismo como cuestionamiento de la verosimilitud capitalista. En ese sentido es en el que hay que leer a Marx cuando escribe que “en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos”. Una visión que parece coincidir también con el concepto de utopía-marco utilizado por Nozik cuando habla de una utopía en la cual los utopianos pueden pensar y llevar a cabo sus propias utopías particulares siempre y cuando, añadiríamos nosotros, lo particular no suponga oposición o daño a lo común.

Mide el infinito/ con paso incierto/ quiere pintarlo/ quiere tenerlo. Felipe Juaristi

En estos tiempos en que el capitalismo parece haber dejado de ser doctrina para presentarse como estado natural, esa visión marxiana ha venido siendo acusada de ingenua siendo precisamente la ingenuidad uno de esos prejuicios descalificativos del pensamiento utópico que el capitalismo utiliza como elemento del combate ideológico en clara contraposición a ese celebrado pragmatismo donde se ubican a la gran mayoría de las ideologías conservadoras o socialdemócratas, siempre tan empeñadas en recalcarnos que los sueños de la razón marxista solo crean dictaduras sobre el proletariado. Da igual que repitamos que nuestro proyecto de convivencia nada tiene de ingenuo puesto que los necesarios cambios en las relaciones sociales que el comunismo propone: el papel crítico de la educación, la condición de igualdad de género, el control y dirección de la producción, la democracia económica, la relación de respeto con la naturaleza, la canalización social de las pasiones, el papel liberador del arte, la motivaciones del trabajo, el entendimiento de los nacionalismos como espacios incluyentes, o, el trato justo hacia las minorías y la disidencia, no impiden que Marx, y con él los y las comunistas, no seamos conscientes del trazo del duro camino histórico hasta la arribada: organización del enfrentamiento con el capital, la violencia coactiva revolucionaria, la lucha contra los errores de un autoritarismo que se presenta como atajo, la dificultad en la determinación, producción y satisfacción de las necesidades o el peligroso uso de tecnologías alienadoras. Se hace camino al andar.

Es la vida que vuelve, como un río/ que desbordase su cauce artificial. Juan Marqués.

Hoy la estéticas e ideologías dominantes, como buen reflejo que son de las categorías económicas, políticas y sociales en que nos movemos, no solo tratan de impedir sino que rechazan por tierra, mar y aire, y a través de todos los aparatos ideológicos al servicio del capital, aquellas narraciones que no se apoyen, en primera y última instancia, en la propiedad privada de los medios de producción como piedra angular de las relaciones sociales. Ni siquiera en estos momentos, en los que la crisis económica parecería haber legalizado actitudes políticas que reclaman mayor atención a lo social el proyecto marxista que el comunismo vehicula, ese camino en común hacia la utopía, parece haber alcanzado mayor legitimación.

Y sin embargo hoy las narraciones utópicas no solo existen sino que nos inundan. Pero ya no la utopía como horizonte del común sino la utopía mía de cada día. Porque vivimos inmersos en un mar de narraciones donde capitalismo se nos ofrece como la única utopía posible. El capitalismo como utopía. La utopía del ego. Narraciones que cuajan en soportes y discursos de todo tipo atraviesan los espacios y tiempos tanto del trabajo como del ocio. Narraciones que, más allá de los tradicionales lugares del adoctrinamiento como la educación o el púlpito real o virtual, han encontrado su terreno más propicio y feraz en esa gran narración que la publicidad construye en todo momento para nosotros y nosotras. Porque la utopía de hoy ha encontrado en el anuncio, el spot, su vehículo perfecto: narraciones que apenas duran treinta segundos pero en los que la felicidad es la promesa imparable y cumplida. La publicidad –y anexos como el reportaje de viajes, el catálogo de novedades o la reseña de restaurante tres estrellas michelín y hoteles de ensueño- son hoy la utopía que se pone al alcance de nuestra imaginación. Utopía que ya no se fundamente en la justicia o la razón sino en el glamour y el dinero. La utopía como bien de consumo, como derecho, como revolución. De la utopía de la emancipación en común de los trabajadores a las utopías al servicio de los distintos grupos sociales con los que el capitalismo trata de fragmentarnos. Ahí estamos.

¿Por qué no vuelves? Te pregunta./ También tú te lo preguntas. Beatriz Chivite.

Pues bien, dura será la batalla, duro el combate, dura la tarea y el empeño: la organización de los desposeídos, la organización de quienes para vivir han de solicitar trabajo a los dueños del trabajo, la organización de los humillados y ofendidos, la organización de los que soportan y padecen los mil y un el derechos de admisión que la riqueza levanta e impone, la organización de los que sufren hambre y sed de justicia, la de quienes se tragan el rencor y las injurias, llegan malamente a fin de mes y como mucho reciben al final de la vida las migajas de unas jubilaciones con las que aquellos que nos han robado lo mejor de la vida nos lisonjean la muerte. Esa es nuestra utopía: el combate.