“Soy un hombre a quien la suerte hirió con zarpa de fiera”
(Himno –militar- español)

Hemos tenido a las Españas (que son más de las dos que, por desgracia, citaba Machado), viviendo una semana de rituales y consumos servidos en un banquete de esperpentos mediáticos.

Como dicen en otro cántico espiritual (militar, por supuesto), ejemplo paradigmático de los himnos ad maiorem gloriam del reciclaje de residuos sólidos en carne de cañón, “nada importa tu vida anterior”. Lo que importa es cómo te cuentan tu presente, acumulando noticias desinformadas superpuestas y de escasa pervivencia. Nada importa cuántas capas tenga el yacimiento arqueológico, “estos Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora campos de soledad, mustio collado”. El presente sólo tiene en cuenta un trozo de pasado, un recuerdo simplón y sublimado que junta la pintura rupestre con los grafittis y los emoticones para sacar provecho turístico de la necrópolis.

El espectáculo ha sido a lo Samuel Bronston en sus decorados de cartón-piedra de Las Rozas… juntando “55 días en Pekín” con “La caída del Imperio Romano”. Nuestros medios de comunicación ofrecen un cuadro del Bosco con banda sonora de cornetas y tambores. De tal manera se suceden las noticias que pasamos de la manifestación a la procesión con el mismo fervor y disciplina escénica con que el Gobierno pasa de colocarse el lacito morado a cantar “soy el Noovio de la Mueerte-e” en horario infantil.

Los esforzados gladiadores (morituri te salutant) que portan imágenes sacralizadas, músculos tensos, cervicales bloqueadas que transmiten la imposible relación entre parálisis y firmeza, miradas fijas en un infinito de sublimación testosterónica, podrían ser retratos de aquel Gutiérrez Solana que llevó la crítica de la situación social en España al extremo (pictórico), sin imaginar una posible solución redentora.

Los ministros y autoridades cantarinas (civiles, por decir algo) son más de Goya, más concretamente un cuarto grupo escapado de los otros tres grandes que componen el selfie de la familia de Carlos IV, donde los comentaristas siempre han señalado la plasmación de la estulticia gobernante de algunos personajes y la manipulación y afán de poder de otros. Los costaleros tecnologizados son ya de película (entre “Calabuch” y “Blade Runner”) y las señoras con peineta y mantilla son Damas de Elche con un transfondo buñuelesco de “Belle de Jour”, deliberando sobre longitud de falda y profundidad del escote en ámbito sagrado.

No se olviden de las conexiones con la DGT, las cifras de desplazamientos (toda una migración masiva) y los apasionantes testimonios de los migrantes sobre sus motivos, expectativas y conclusiones (tan fascinantes como ese “volver a la realidad después de recargar las pilas”).

No me quiero morir sin llegar a ver la instalación de puestos de atención psicológica en puntos clave de los recorridos procesionales y de las rutas de acceso y regreso de esos millones de seres que buscan (y no sabemos si encuentran) ese aporte energético. Los consumidores somos así: lo que nos cuesta una pasta debe estar bueno, como decidieron los comensales de “Las truchas”, aquella película de José Luis García Sánchez que se calificó de “metáfora de la realidad social de su época”. Era en 1978. La cuestión central de la película es que aquellos pescadores dieron por bueno lo que uno de ellos había aportado como supuesto fruto de un esfuerzo deportivo honesto. Pero las truchas “pescadas” estaban podridas y los comensales se las tragaron tal cual, disimulando y enfermando.

Un año antes, el 9 de abril de 1977, habíamos tenido otra semanita potente. La prensa de la época la tituló “La Semana Santa Roja”. Ahora, después del XX Congreso, también se habla de recargarnos las pilas.