Hace veintitrés años que España eliminó de su ordenamiento jurídico la pena de muerte bajo cualquier circunstancia a través de la Ley Orgánica 11/1995, de 27 de noviembre, de abolición de la pena de muerte en tiempo de guerra, apoyada de forma unánime por todos los grupos parlamentarios de entonces. Pero solo en la teoría porque, a pesar de este texto legal, el artículo 15 de la Constitución Española sigue manteniendo que “queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra”. Por lo tanto, es cierto que la ley orgánica anuló la pena de muerte para tiempo de guerra tal como estaba recogida en el Código Penal Militar, y que además suprimió todas las referencias legales a la misma haciéndola desaparecer del ordenamiento jurídico. Sin embargo, desaparecida del todo no está, porque sigue figurando en la Carta Magna, y a la vista de la deriva política actual debería desaparecer para no dar ideas a los cromañones políticos. Porque no tardará en aparecer algún digno representante de los hombres de la tabernas reivindicándola por estar incluida en la Constitución, que ya se escucha y lee de todo en este país.
Miles de condenas a muerte se dictan anualmente en todo el mundo, algunas en países que entran en la lista de los más civilizados dentro del imaginario colectivo, como puede ser el caso de Japón. El país nipón realizó el pasado 27 de diciembre la ejecución de dos reos, para completar un total de quince ejecuciones en 2018 -el mayor número en la última década- y todavía conserva en los centros de reclusión a 110 condenados a la pena capital. En julio ya había ahorcado a seis integrantes de la secta apocalíptica japonesa que cometió el ataque con gas sarín en el metro de Tokio en 1995.
En Japón, todas las personas condenadas a muerte son asesinadas en la horca situada en una cámara especial. El preso es informado de la ejecución tan solo unas horas antes; mientras su familia, su representación legal y la sociedad en general se enteran una vez realizado el ahorcamiento. Este sistema causa una tensión mental insoportable en los prisioneros del corredor de la muerte, porque pueden pasar años esperando día a día la llegada de un oficial de prisiones con una orden inmediata de ejecución. Iwao Hakamada, un ex boxeador profesional, pasó cuarenta y seis años esperando su ejecución acusado de cuatro asesinatos. El 27 de marzo de 2014 fue liberado después de que las pruebas de ADN demostrasen que era inocente. Pese a ello, y según las encuestas, el 80% de los japoneses cree firmemente en la pena de muerte.
Como dice la canción La hoguera, de Javier Krahe, “Es un asunto muy delicado el de la pena capital, porque además del condenado juega el gusto de cada cual”. Desde la inquisitorial hoguera a la francesa guillotina, pasando por el globalizado paredón, la romana crucifixión, la inyección letal, la cámara de gas y la genuinamente yanqui silla eléctrica, los inhumanos no han cesado de inventar y aplicar métodos para robar legalmente la vida.
Japón también está considerado como la segunda patria del flamenco, donde se practica desde 1920. Si sumamos el flamenco y la pena de muerte casi nos sale uno de los puntos del acuerdo de investidura firmado en Andalucía entre el Partido Popular y su rama más extremista: “Apoyar y promover las expresiones culturales y populares andaluzas como el flamenco o la Semana Santa”. Porque no existe nada más representativo de la pena de muerte que la pascua católica, repleta de crucifixiones, martirios y lapidaciones. A la que podríamos sumar la tauromaquia. Ahora que también exportamos al país del sol naciente nada menos que a Iniesta, el héroe que hizo a España campeona del mundo de fútbol, quizá podríamos exportar también nuestro método patrio de exterminio legal. “Y sé que iba de maravilla nuestro castizo garrote vil para ajustarle la golilla al pescuezo más incivil”, que diría Krahe. Por eso de la marca España.
— Y digo yo… ¿aquí no haría falta una Revolución?
— Y luego, ¿por qué me lo preguntas?