Obra: El jardín de los cerezos.
Dirección de escena y versión: Ernesto Caballero.
Dramaturgia: Anton Txèkhov.
Elenco: Chema Adeva, Nelson Dante, Paco Déniz, Isabel Dimas, Karina Garantivá, Miranda Gas, Carmen Gutiérrez, Carmen Machi, Isabel Madolell, Fer Muratori, Tamar Novas, Didier Otaola y Secun de la Rosa.
Música: Joan Garriga, Rambo (francisco Batista), Mariá Roch y Madjid Fahem.
Música y espacio sonoro: Luis Miguel Cobo.
Idioma: castellano.
Escenografía: Paco Azorín.
Vestuario: Juan Sebastián Domínguez.
Iluminación: Ion Anibal.
Producción: Centro Dramático Nacional.
Función: Teatro Nacional de Cataluña (Sala Grande) 10/04/19 al 21/04/19

Nuevamente repleto el Teatro Nacional de Catalunya, en esta ocasión para ver la producción del CDN de mano de la dirección y versión de su director y es que la ocasión lo merecía siendo además la última dirección de Ernesto Caballero al frente del Centro Dramático Nacional.

Sumamos a esto uno de los textos más emblemáticos del autor, el último que escribió, y que fue dirigido por Konstantin Stanislavski en el Teatro de Arte de Moscú en 1904. Nos encontramos ante un texto con un claro elemento simbólico expresado en las tierras de la finca de la protagonista, Andréievna Ranévskaya (Carmen Machi), que vuelve a sus orígenes arruinada y que se niega a vender las tierras cercanas a su casa, donde hay plantados cerezos. Esas tierras le podrían salvar de dicha ruina, pero los personajes se niegan a adoptar soluciones, como si ya estuvieran derrotados de antemano.

Sin embargo, no podemos pensar ya en los personajes de esta obra como personajes individuales, encontramos un diálogo entre personajes que representan diversos mundos, el de los siervos de la gleba, el de la aristocracia decadente, el de los campesinos ricos (Kulaks), el del revolucionario, el funcionariado. Todos esos mundos toman voz en la forma de diversos personajes que muestran sus diversos intereses en escena.

La puesta en escena inicial es sugerente a la par que arriesgada. Muestra elementos varios jugando con el efecto de tamaño; una mansión en tamaño próximo al de una casa de muñecas, un tren de maqueta, armarios que caben en una mano. A ello sumar personajes con diversos acentos de marcado origen latinoamericano, que al principio funcionan como elemento distanciador pero que se van integrando armónicamente con el transcurso de la acción y que reflejan en cierto modo la complejidad nacional de la Rusia prerrevolucionaria.
Hasta ahí la apuesta no pasa de ser arriesgada, los problemas llegan cuando se comienzan a introducir elementos distorsionadores que no logran encajar en el marco de un texto, más propio del siglo XIX que del XX; con elementos musicales como el reggaetón, el uso de móviles con proyección de imagen en los laterales, el intento de usar bailes tradicionales rusos con defectuosa ejecución o introducir un karaoke con música de Queen.

A estos elementos distorsionadores hemos de sumar una interpretación coral que combina varios registros, desde el histrionismo hasta el más puro naturalismo. Esta combinación va generando una sensación de desajuste que se va acrecentando con el transcurso de la trama, lo que nos induce a pensar que no es debido a una mala interpretación, el elenco propuesto tampoco induce a pensar en ello, sino nuevamente de dirección, que va llevando la puesta en escena hacia un callejón sin salida.

La decadencia de los personajes y del contexto que se vive cuando un viejo mundo está a punto de caer quedan desdibujados con lo anteriormente expuesto cayendo en lo grotesco.

Si bien la fuerza del texto y los momentos estelares del mismo, que parecen vaticinar no la debacle de una familia aristocrática sino la de un modo de producción en sí mismo, hacen siempre sugerente esta obra, encontrarla desdibujada de este modo sí que nos hace darle la razón a Ernesto Caballero, que ya en el propio programa de mano avisa que se puede considerar que esto, efectivamente, no es Chéjov.