Como cada día, se santigua, cruza la puerta del cuarto de aseo apoyando primero el pie izquierdo. Son manías, rituales laicos, hábitos adquiridos no se sabe cómo, pero que le aportan seguridad. Cabizbajo recorre los escasos metros que lo separan de la lampistería. Recoge la lámpara, la coloca en el casco y ajusta la petaca con el cinto. En un movimiento instintivo aprieta los pulgares del cinto hacia abajo.

Son las 7:50, los rayos del sol aún se muestran perezosos. Es diciembre, un día entre Santa Bárbara y navidades. Un día frío en aquella montaña de El Bierzo alto. En una mano la merienda, en la otra el hacho, en la mirada desconsuelo, en el aire desconcierto. Aquél no es un día como los demás.

Como cada jornada, un cigarro se consume repasando los quehaceres que se presentan. Cuando la aguja señala la hora en punto, junto a sus compañeros, pocos, encienden la luz, se introducen en la oscuridad, cruzan la bocamina. Apenas un puñado de hombres se dirigen hacia el interior del pozo plano, lejos quedan aquellos tiempos de tres relevos con cientos de compañeros, la empresa ahora es prácticamente un chamizo.

Pocos minutos después se encuentra en el tajo. En las vagonetas de transporte de personal han recorrido los 3 kilómetros que los separaban del frente de ataque. Comienza un nuevo ciclo. La mina es un trabajo de carácter cíclico: barrenar, atacar, escombrar, sostener y volver a barrenar. Cristian es picador. En su caso, dar tira, picar, palear, postear y volver a picar.

Es como el ciclo de la vida. Quienes conocen la mina saben que es más que un oficio, la antropomorfizan. Es como un cuerpo humano, para los mineros adquiere hábitos de ser vivo. La mina tira, avisa, se cobra lo suyo: «La mina es mina», dicen. Es un tejido capilar de galerías principales y accesorias, raíles y vagonetas que se nutre de hombres jóvenes y materiales pobres que entran por galerías y ramplas, y salen cargadas de riqueza negra y hombres viejos, muchas veces en menor número de los que recibió. Un ciclo que concluía ese mismo día.

Comienza la jornada. Una hilera de trabajadores se distribuyen por la rampla, una mezcla entre luciérnagas y hormigas perfectamente coordinadas que reparten la madera, puntalas y bastidores para asegurar los tajos, en un momento en que lo más inseguro es el trabajo. Es una labor en equipo, compañerismo. En la mina «uno no es nada sin el resto», se lo había dicho en su primer día Arturón. El viejo militante de las comisiones al mismo tiempo que trataba de calmar sus nervios de novato le ponía una hoja de afiliación al sindicato: «tranquilo guaje, lo peor no está aquí abajo, está ahí arriba, en la oficina, hay que unirse».

Una hora después comienza el avance. Tras comprobar el martillo, se mete en la sobreguía, un pequeño cubículo de 70 centímetros de altura, entre el techo, el muro, el carbón y el panzer. Los recuerdos comienzan a aflorar. Recuerda el primer día, cuando haciendo la regadera, pensaba «Hay que estar loco, para meterse aquí». Pronto se le vienen a la cabeza las bromas de su padre, otro viejo minero que presumía de haberse ganado la vida tumbado. Tumbado sí, pero en qué condiciones, y ¡a qué precio! Cierto es que con 60 años no está en las condiciones de su padre. El reuma y la silicosis no le impiden atender un pequeño huerto y tomar unos vinos con los antiguos compañeros mientras recuerdan sus penas y alegrías en la mina, las peleas en la sede sindical, las huelgas y los encierros. Gracias a ello no ha corrido la suerte de su padre que con 60 años se murió ahogado por la silicosis. ¡Puta mina!, acertó a decir en su última exhalación.

Entre la nostalgia se desenvuelve la faena. Por delante tiene 7 chapas de carbón que ir ganándole a la montaña. Entre el mineral aparecen estériles, trata de apartarlos cómo hace con esos pensamientos pesimistas que le dicen que estéril ha sido su lucha. No es cierto, pero pensarlo es una forma de protegerse, aunque duela. Él no la inició, pero es probable que con él concluya.

En la cuenca las luchas se heredan con la misma naturalidad que los zapatos del hermano mayor pasan al pequeño. Recuerda cuando era un niño. Las batallas campales con su madre a la vuelta del cole. Él pescado rebozado hacía bola. Ella con una sonrisa nerviosa, con una oreja en la radio y otra en el plato, trataba de devolverlas. Cómo también su padre, no muy lejos de allí, en la artería que comunica la torre de Hércules con la Plaza del Sol, sorteaba las pelotas de los antidisturbios. Una batalla desigual, de un lado los del traje negro, del otro los de la cara negra. Unos con chopos, otros con voladores. «La barricada cierra el paso, pero abre el camino», decían en el 68. Aquí no ha abierto caminos, pero han impedido que cierren todas las minas. Hasta hoy.

La rutina laboral es la de todos los días, sin embargo, muchos son los pensamientos que hoy le acompañan. Sentimientos encontrados. Muchos los rechaza pero vuelven, como si quisieran hacer balance, un debe y un haber.

33 años, 15 cotizados y casi uno en blanco, de huelgas. Desde que empezó a trabajar esto último lo había asumido entre lo natural y lo imprevisible. «Las huelgas estallan cuando uno menos lo piensa», le gustaba decir a su padre. «Los otros trabajadores ahorran para ir de vacaciones, nosotros para las huelgas», apostillaba su madre, conocedora de los entresijos de la economía familiar. El resultado es agridulce. Cristian había conseguido entrar a trabajar cuando el gobierno de Felipe González se había propuesto que, como la Thatcher en Inglaterra, la generación de sus padres fuera la última de la saga de mineros. Aquí no fue así, como en cuidados paliativos, la vida de las comarcas se prolongó 30 años más, una muerte dulce. Sin embargo, nadie quiere asumir ser el último, quien cierre la puerta y apague la luz.

A la hora del bocadillo, en un rincón de la galería auxiliar, junto a su pareja, el ayudante minero, hablan de la última cena de Santa Bárbara. Entre risas rememoran la juerga que se corrieron el día de la patrona. Es una cita anual con el orgullo, es su día y lo aprovecharon, vaya si lo aprovecharon. Entre risas y alcohol, vestidos de limpio, de calle, festejaron. No sabían exactamente por qué, pero brindaron. Un alcohol tan frecuente como preocupante, esa noche quizás buscaban olvidar. Hubiesen deseado que el tiempo se detuviese en aquel instante.

Aunque ríen, sus pensamientos son tristes, nostálgicos. Sólo tratan de evadirse de lo que realmente les preocupa. Tratan de ocultarlo, pero pronto la realidad asoma entre sus pensamientos. Mordiéndose el labio de abajo, con los ojos brillantes de unas lágrimas que se asoman pero no se derraman, que se enseñan pero se contienen, entre la impotencia, el orgullo y la rabia, apenas acierta a escupir unas pocas palabras. Es un recorrido por los familiares, vivos y muertos, de algunos mandamases. Aparecen el dueño de la mina, políticos del PP, del PSOE, Villa «el fartón de la UGT de Asturias» o los dirigentes de la UE, estos sin nombre, pero con mucha responsabilidad.

«¡Resulta que Europa iba a ser el futuro y nos va a devolver al pasado!» Se lamenta el primero. «¡Sí, volveremos a ser 4 en el pueblo cuidando cabras, como decía mi abuela! O lo llenamos de casas rurales», le responde el ayudante entre risas. «Pero emprendedores… ¡eso sí!», apostilla mientras le guiña un ojo. Lo cierto es que llevan años luchando para no tener que emigrar o convertirse en Cherokees en la reserva.

Muchas palabras y pocas acciones están en el origen de sus lamentaciones. El minero es de pocas palabras pero tiene palabra. No como quienes devalúan el significado del lenguaje. Muestra la sinceridad del patriota, de quien devuelve a su país la riqueza que atesora en el subsuelo, de quien le ofrece la soberanía energética frente a quienes la venden a Goldman Sach. Una extraña conexión entre Bogotá, el parqué bursátil y el puerto del Musel de Gijón, ha truncado sus destinos. Sin embargo, a diferencia de quienes diseñan los planes de esas compañías, su muñeca la abraza un Casio negro, no un Viceroy con correa rojigualda. La memoria es frágil, pocos se acuerdan de aquello que decía su abuelo «nosotros, los mineros, levantamos el país».

Tras un suspiro y un trago de agua, toca rematar la faena. Con la virtuosa maestría de quien lleva años desempeñando su labor, hace una llave, una jugada, en el lenguaje del agujero. Un complicado cuadrado de troncos de pino que como un castillete, sostiene el techo. El minero juega contra todos. Se la juega y lo sabe. Sabe jugar y no le sale la jugada. Ha jugado bien, pero no le dejan jugar. Lucha contra quienes juegan con su futuro, limpios y engominados. Lucha contra la empresa por el convenio, por la seguridad, por las chapas del destajo que siempre se olvidan de apuntar. Lucha contra el gobierno por un nuevo Plan, contra las eléctricas privatizadas por el cupo, contra la Unión Europea por una prórroga. Es consciente de que el problema no es el verde de la ecología, no es el negro del carbón, es el rojo del minero que lo saca.

De nuevo otro suspiro, esta vez de alivio. Termina su tarea. Su tajo está cuadrado. Echa un vistazo al techo, postea un costero. Lo mira por última vez. A la mente se le viene mil y un recuerdos, el hundimiento que casi le cuesta la vida, la marcha andando a Madrid, la primera vez que le enseño la mina a su hija, la huelga de hambre en Ponferrada, su primer discurso en el cuarto de aseo y la prejubilación de Pepe, un minerón de Laciana, un paisano de arriba abajo, que le había enseñado el oficio.

No queda mucho tiempo y se aproxima a ayudarle al compañero. Hoy le ha tocado un tajo mojado, encima la capa viene dura. No importa, la mina es eso, ayuda y ser compañeros. Aunque de eso no sabía muchas Cadenas, ese vigilante que acostumbraba a apuntar chapas de menos, y alguna vez tuvieron que apagarle la lámpara para abanicarle el cuerpo. Ese día sin embargo, les apunta una de más. «¡Oferta de última hora!».

Pasan tres horas y tres minutos del mediodía cuando una ráfaga de luz intermitente se cruza en su campo de visión. Es el vigilante, es la señal convenida. Se ha terminado la jornada. En la mina se habla poco, pero se dice mucho, los gestos y las señales constituyen un abecedario convenido. Un glosario de lenguaje no verbal, aprendido, transmitido, mimado y respetado. No tiene diccionario, pero si normativa, la del compañerismo. Códigos no escritos, dos toques si quedas atrapado para decir que estás bien. Un día de paro si se mata alguien en algún pozo. Dos si es en la empresa. Tres si es en tu grupo. Si unos paran, tú también. El esquirolaje está penado con el aislamiento social, «o estaba», se cuestiona el joven obrero.

15:13 los dos compañeros encaran la recta de la galería principal. Sienten una sensación agridulce, no es la liberación de todos los días. A pie recorren los últimos metros del pozo plano, el casco ya no cubre su cabeza, bamboleante pende del cable sobre el pecho. El Marlboro ya está en la oreja, pendiente de darle lumbre. De forma intuitiva, se dirigen a la luz. Esa luz que tanto ansían cuando están ahí abajo.

En la bocamina. Una mina de gente está esperando, familiares, amigos, viejos mineros, sindicalistas y periodistas. Que sensación más extraña. Parece un déjà vu. Un recuerdo emocionado le viene a la mente, mira a su compañero. Sin decirse nada saben de qué hablan, apenas han pasado unos meses desde el último encierro, pero este recibimiento es diferente, es el último.

Cuando pone un pie en la plaza del pozo, un escalofrío recorre todo su cuerpo. Se para. Suspira. ¡Puta mina! -exclama-. Una lágrima transparente, como su corazón, recorre su mejilla izquierda. Redonda, como una bola de adivino. La mira. En su mente retumba una palabra: ¿Futuro?