Atacar los homenajes públicos dedicados a Pasionaria (Rivas y Medina), intentar sacarla de la calle (Villanueva de la Serena), no son solo agresiones a la memoria, sino también hechos políticos engarzados en un presente al que regresa el neofascismo, de la mano de un neoliberalismo obsoleto que intenta que el malestar social no se convierta en un refuerzo para la izquierda.
Salir en defensa de Dolores no es solo un efecto del aprecio, que también, sino la reivindicación política de alguien especial, plenamente vigente. De un lado, se trata de una dirigente que no solo supo representar bien a la gente, sino que, al par, supo ser gente, dando noticia, quizás por primera vez, de un libro de estilo parlamentario basado en la acción directa y la desobediencia civil. Su despacho, en las Cortes, como antes en la calle Galileo, se convirtieron en unidades de urgencia para pobres, desahuciados, perseguidos y marginados. Algún que otro patrón o propietario se quejaría de su voz incandescente y de que su estilo era menos de una diputada que de una cocinera.
Saludar y teorizar su actualidad nos lleva al grito, y a la teoría, por elaborar en estos momentos, de que el fascismo, en cualquiera de sus formas, no puede pasar. Por elaborar en estos momentos, quizás, quiero decir, la nueva urdimbre de la política de unidad popular y la forma de organizar el programa y el proyecto social en los barrios y en los pueblos. La forma de convencer y trabarse en una explicación de base, en presencia, cara a cara, más que a través de métodos de seducción desde los escaparates hipnóticos de la comunicación.
Hablar de política en sentido fuerte, en el caso de Dolores, nos lleva a la confrontación de imaginarios. No basta con empujar con los codos en el callejón de las miserias y plantear simplemente enmiendas parciales a lo presupuestado anualmente por el sistema. Hay que convencer desde otro imaginario.
Vencer no es simplemente sacar más votos. Es sacar más votos para otra forma de gobierno, de estado y de sociedad.