El pasado 28 de abril por la tarde, Susana y yo teníamos una larga conversación telefónica. Periódicamente lo hacíamos. Era la continuidad de una larga relación política entre camaradas que habíamos compartido en la dirección del PCE y en la de IU, trabajos ilusiones, dificultades y debates. Pero había algo más: la vivencia conjunta de la visión vital y cultural de nuestra tierra común: Andalucía. Cuando retorné a Córdoba seguimos en la lucha política y Susana, además y prioritariamente, en la sindical. Teníamos reuniones políticas esporádicas en Madrid, al término de las cuales la conversación sobre el futuro o sobre las experiencias políticas vividas cedía el protagonismo a la mayor de las riquezas: decir, oír, hablar, comunicar, compartir.
Otras veces, las menos, era Córdoba el lugar del diálogo entre dos hijos de la Bética, Guadalquivir arriba y cordobés de cultura y elección, el uno, y de Guadalquivir abajo, de Sevilla, la otra. Precisamente ese día 28 terminábamos nuestra conversación, apalabrando entre mi mujer, ella y yo, el siguiente encuentro en casa para, entre otras cosas, “tomar unos caracoles en la Plaza de la Magdalena”.
Sé que en los obituarios al uso se prodigan loores y alabanzas a la persona desaparecida, pero en este caso yo quiero sintetizar lo que pienso y siento en dos ideas. La primera es que se nos ha ido una militante y dirigente política y sindical tallada en una sola pieza: entrega; la segunda es que tras la muerte de Susana y, hace poco, la de Albert Escofet, debemos arreciar la lucha y el esfuerzo. La situación política y social lo demanda. Y Susana nos lo exige desde su ejemplo. A los comunistas se nos ha muerto una camarada ejemplar, a mí, además, una amiga irremplazable. Hoy por hoy no hay consuelo, sino desolación.