Vengo reclamando desde hace muchos años que en las elecciones presidenciales de Estados Unidos deberíamos poder votar todos, pues al ser la primera potencia mundial, con una clara vocación imperial en lo económico, lo cultural y lo militar, cuanto suceda en la metrópoli nos afecta a toda la periferia. Ya sé que no es posible pero debería serlo porque tanta palabrería sobre la globalización y luego resulta que no rige en los temas que de verdad son globalmente decisivos.

Las del próximo 3 de noviembre son especialmente decisivas para todos. Porque importa, e importa mucho, que en la gestión para erradicar la pandemia universal y gestionar la reconstrucción global haya en Estados Unidos un presidente y un gobierno aseadamente democráticos y no en manos de un patán e iletrado neofascista.

Trump, al que las encuestas dan perdedor frente a Biden, ha decidido quitarse la máscara -la mascarilla antivirus nunca se la puso- e ir a una campaña de signo inequívocamente neofascista, con apología del racismo y de la violencia policial contra los negros, relanzando sus peores tics xenófobos, homófobos y antifeministas, negando la gravedad del virus -del que acusa a China sin ningún fundamento- en un país con seis millones de contagiados y casi 200.000 víctimas, jaleando la infección de armas domésticas de gran calibre que asola a la sociedad norteamericana y que provoca que un niño o un adolescente puedan matar con un potente rifle en disturbios o por el placer patológico de producir masacres, con políticas suicidas en Oriente Próximo que ponen en riesgo la estabilidad y la paz mundial, con apoyo explícito a partidos y movimientos de ultraderecha, a su imagen y semejanza, con el objeto confeso de desestabilizar y disolver la Unión Europea … ¿Sigo?

Esta sarta de demencias, de cínicas y calculadas imbecilidades, las resume Trump en un santo y seña de su campaña: “Ley y orden”. Y con ella confía en seducir, después de aterrorizar, al electorado más retardatario y reaccionario, la llamada América profunda. Un tipo que se cisca en la ley, en los imperativos institucionales, que, sin memoria ni futuro alguno ni más proyecto que ejercer el poder a toda costa, divide a la sociedad y provoca desorden metódicamente en su nivel nacional y en nuestro nivel mundial.

Lo más cómico, y trágico y cínico a la vez, es que Trump acusa a Biden de ser un caballo de Troya, dentro del cual va el extremismo socialista y comunista que, según este demente, no otra cosa es el Partido Demócrata estadounidense.

Salvada la distancia contextual entre el cuadro político norteamericano y el europeo, el Partido Demócrata sería de centro, de centro-izquierda o izquierda en algunos de sus sectores. Joe Biden es del ala derecha. Fue vicepresidente con Obama para compensar su ubicación en el ala izquierda. Por el mismo juego de equilibrios, a Joe Biden lo acompaña en la candidatura Kamala Harris, excelente referencia del ala izquierda. Frente a la campaña histérica y mentirosa de Trump, Joe Biden estaría más cerca de lo que la señora Merkel representa en Europa que de lo que representa Pedro Sánchez, pongo por caso. Ojalá que Biden sea allí tan radicalmente antifascista como lo es la señora Merkel aquí.

Y añado dos datos. En 2016 ganó por voto popular directo la candidata demócrata Hillary Clinton al tal Trump, con una diferencia de casi tres millones de votos. La central sindical norteamericana, la AFL-CIO, con doce millones de afiliados, está movilizada a tope en apoyo de Biden/Harrris, como lo estuvo por Obama.

Ex Secretario General de la USO y afiliado al PSC