El 3 de marzo se cumplen 45 años del asesinato de 5 obreros en el desalojo de la asamblea que celebraban en el interior de una iglesia en Vitoria-Gasteiz. Culminaba allí un periodo de luchas para oponerse al decreto de congelación salarial, aprobado en noviembre de 1975 por el primer consejo de ministros presidido por Juan Carlos I, con Franco aún vivo. A esta oposición, motivada por la demanda de una subida de 5.000 pesetas mensuales, se sumaban otras reivindicaciones, como la jornada semanal de 40 horas y los 30 días de vacaciones.

En los primeros meses de 1976 se suceden una serie de huelgas intermitentes, que van creciendo en amplitud, en la toma de conciencia de los trabajadores. Hasta que el 3 de marzo se convoca una huelga general reclamando las reivindicaciones inatendidas. Más de 4.000 trabajadores de Vitoria se encierran en asamblea en la iglesia de San Francisco de Asís. Se creen protegidos por el Concordato, que impedirá la actuación policial. Se equivocan. A las cinco de la tarde la Policía Armada rodea el edificio, ordenando el desalojo, desatendiendo las palabras del párroco que intenta mediar para evitar una tragedia. La policía lanza bombas de gas lacrimógeno en el interior. El humo provoca el pánico en una iglesia abarrotada. La gente sale desesperada, y al hacerlo son tiroteados. Mueren Pedro Martínez Ocio, obrero de Forjas Alavesas, de 27 años; Francisco Aznar Clemente, estudiante, de 17 años; Romualdo Barroso, obrero de Agrator, de 19 años; José Castillo, obrero de Basa, de 32 años; y es herido de gravedad Bienvenido Pereda, obrero de Grupos Diferenciales, de 30 años; que morirá como consecuencia de las heridas.

La represión contra las manifestaciones de repulsa en todo el país se saldó con otros dos muertos en Tarragona y Basauri

Los hechos provocaron una respuesta de repulsa en todo el país. La represión de las manifestaciones se cobró otras dos víctimas mortales: la de Gabriel Rodrigo Knafo en Tarragona, y la de Vicente Antonio Ferrero en Basauri. Los asesinatos de Vitoria fueron uno de los episodios más dramáticos de la Transición; evidenciaron cómo estaba sometida a la tutela de los poderes fácticos, y la dificultad que suponía transitar de un régimen fascista a la democracia sin depurar los aparatos del Estado. En aquellos días circuló la grabación de las comunicaciones internas de la policía que intervino en la iglesia. Unas grabaciones que mostraban la inhumanidad de la actuación, y que sirvieron para que no se pudiera disfrazar lo acaecido. En esas cintas se jactaban de haber pegado más de dos mil tiros, y se mostraban orgullosos de haber participado en una masacre histórica.

Franquistas en democracia

Esa violencia desalmada se conectaba con el terror que el régimen franquista había impuesto tras la guerra. Los esfuerzos del régimen por dulcificarse ante el mundo, tras obtener la bendición norteamericana y el acceso a las Naciones Unidas, maquillaron un poco esa cara cruenta que lo constituía, pero estaba en su ADN y reaparecía regularmente, para mostrarnos su faz verdadera. Lo hizo con el asesinato de Julián Grimau, el 20 de abril de 1963, que tras ser torturado en la DGS fue arrojado al vacío en el patio interior del edificio que hoy es sede del gobierno de la Comunidad de Madrid y finalmente fusilado. Volvió a aparecer en 1969 con Enrique Ruano, también arrojado desde su vivienda, en un séptimo piso. Y en los asesinatos de Yolanda González, de Arturo Ruiz, de Andrés García, de Germán Rodríguez, o de los abogados de Atocha; víctimas de grupos de la ultraderecha, o de los elementos más franquistas de la policía. El bunker, que actuaba para amenazar con la involución y meter miedo para que no se fuera demasiado lejos.

Se libra una batalla de las ideas en la que la ultraderecha está rescribiendo la historia

Invocamos la memoria, pero no con la asepsia de una efemérides, ni sólo para homenajear a quienes dieron su vida para la libertad. Lo hacemos porque entendemos la memoria abierta, donde el pasado no es el lugar congelado de los hechos muertos, sino que nos muestra los sueños de aquellos que lucharon, lo que dejaron sin realizar, lo que no se consiguió, lo que queda pendiente, por hacer. Dialogamos con ellos y les decimos que seguimos adelante, continuando su obra. Vemos el pasado como un dibujo inacabado, que nos anima a completarlo, convirtiéndose así en programa, en futuro.

La batalla de las ideas y el relato de la historia

Que la memoria es un territorio donde se libra una sorda pero intensa batalla cultural, me lo recordó una reciente visita a una gran librería. Me quedé estupefacto ante el paisaje que ofrecían los libros, casi todas las estanterías las tapizaban títulos recientes sobre el peligro de la vuelta del comunismo, de visiones revisionistas sobre guerra civil, y de obras sobre la División Azul. Sabedores de que la hegemonía del relato sobre nuestro pasado es decisiva, la derecha más reaccionaria ha montado una factoría de producción que trabaja a destajo. Y no seamos ingenuos, no se trata sólo del pasado, de un ejercicio historicista, se trata de ocupar el campo de las ideas, que es donde se asientan los deseos, el imaginario colectivo, el cimiento de los proyectos. Por eso es decisivo que no escriban otros nuestra historia, la verdadera.