Roja bandera herida por el alba.
Cuando
me miras, no hay palabras.
El mundo
tiembla un instante.
Y sé que es bello combatir unidos
Blas de Otero
No hay revolución sin amor. Quizás también al contrario. En todo caso el amor y la revolución se sabe cuando han llegado porque lo desordenan todo. Lo desordenan con el afán recalcitrante de quienes quieren organizarlo de otra manera. Lo que está arriba está abajo, decía Hermes Trimegisto. Hacer la revolución, etimológicamente, ha sido siempre dar la vuelta. Darle la vuelta o no a la tortilla, este es el debate, y no si tiene cebolla o no. Si tiene cebolla o no es el debate de la posmodernidad.
Es “el” partido, sujeto y objeto de este amor al que me refiero. Así, el partido, con determinación y señalamiento pleno, sin necesidad de mayor connotación, como cuando se luchaba en la clandestinidad por las libertades. Y se sabía que era el partido por la determinación y la justeza de ciertos sujetos en lucha que, sin enarbolar ninguna connotación divisionista, sabían rodearse de gente para empujar en la misma dirección y ampliar el espacio de la democracia. ¿Qué opina el partido de esto? Podía preguntarse cualquiera de los sujetos actuantes, con dificultades siempre de conexión con la torre de mando. Y la respuesta antológica: allí donde estés tú y tengas que actuar, que sepas que el partido eres tú. ¿Yo soy el partido? ¿Y tú me lo preguntas, que arriesgas la libertad y la vida? Sí, el partido eres tú.
Ahora dicen que ya no existe o que es un esqueletito honroso pero muy débil. O también dicen que el nuevo sujeto histórico ha de componerse superando las viejas y derrotadas banderas rojas. Pero no es así. Y se ha visto no hace mucho en Andalucía. Pues claro que existe. El partido está ahí, haya muchos o pocos en sus listas oficiales. Se ve, se siente. Es la alternativa constante y más elaborada al capital y sus desmanes. Por eso existe y aumenta el anticomunismo, porque no hay otra alternativa desde fuera del sistema. Y todo aquel que cuestiona el sistema, buscando más libertad o justicia, tendrá por eso que sufrir sobre sus hombros la acusación de comunista, sea o no sea. Es decir que muchos son pero no lo saben. Y otros, que no están apuntados, resulta que no quieren dejar de serlo. Como Paul Robeson, el gran cantante negro, que nunca estuvo apuntado pero que no aceptó firmar una declaración diciendo que abandonaba al partido, aunque se jugara el pasaporte y, más allá, se jugara su muerte civil, como así ocurrió.
Un partido (el partido) que siendo carne y sangre de la sociedad no ha tenido ni siquiera tiempo para escribir su propia historia. Al emerger a las libertades, en cada pueblo, en cada barrio, había que echar un tiempo no pequeño a fin de oír las historias de hombres y mujeres que habían estado callados mucho tiempo y que habían sufrido, ellos o sus familias, un castigo permanente y agudo. Y salían del miedo contando esa historia capilar, interminable, de un partido que no sabía rendirse, cuyos dirigentes, a la hora de restaurar la organización, no tenían ni tiempo para grabar aquellas historias, muchas de las cuales se han perdido con el paso del tiempo.
Alcanzar la libertad y el amor
Somos un partido con una incomparable historia no escrita y habría que armarse de amor. Porque escribir la historia del partido es hablar de amor.
Estoy redactando este artículo en el día de los tamayazos de Murcia, cuando alguien traiciona a la vez al PSOE y al PP, mientras en Madrid se convocan elecciones autonómicas desde una lógica trumpista, es decir, en el momento en que se da una auténtica orgía de mercado electoral, cuando el cuerpo nos pide que salgamos a la calle a gritar.
Lo llaman política pero no lo es y escribir de amor es escribir de política en sentido fuerte. Me refiero a esa política que parte de un imaginario y cuyos sujetos actuantes pretenden organizar un programa serio trenzando sus propuestas con la sociedad, a fin de empujar todos frente a esa bestia capitalista que cuando se cabrea o quiere más sangre se transforma en fascista. Y se trata de empujar frente a la bestia, diga ésta lo que diga. Empujar con la astucia suficiente, quizás sabiendo siempre que en algunos momentos el soldado que se esconde sirve para dos batallas pero sin abandonar la lucha, el largo aliento de la construcción revolucionaria, diga el mercado lo que diga, incluido el mercado electoral y las fuentes de esa respetabilidad de lo adecuado que nos intentan hacer prisioneros para conducirnos al balneario de una nueva normalidad domesticada.
Lo dijo el Che, a riesgo de parecer cursi y hasta débil: que en la base de todo proyecto revolucionario hay una historia de amor. Sí, “el” Partido (a riesgo de parecer recalcitrante y sectario, como le dijo el Papa a Saramago), el de Dolores, el de la resistencia anónima y humilde, pero invencible, de miles de hombres y mujeres que lo han apostado todo, y lo siguen haciendo, al todo o nada de la revolución, a quienes dedico esta oración laica: a esa trinchera infinita de la lucha, a la barricada de los que quieren alcanzar, esta vez sí, el reino completo de la libertad y un mundo donde sea posible el amor.