Presentación del texto º 29
En el informe presentado por Dolores Ibárruri al III Pleno de los Comités Centrales del PCE y el PSUC en el exilio -lo calificó de “minicongreso”-, celebrado en Montreuil (París) entre el 19 y el 21 de marzo de 1947, sostuvo que habían procedido a acomodar su táctica al contexto internacional surgido tras la Segunda Guerra Mundial, pero, más allá de cambios epidérmicos, las continuidades prevalecieron en su discurso sobre las mudanzas. La aniquilación de UNE por autolisis para desembarazarse de una plataforma asociada al monzonismo y la incorporación de ministros del PCE a los gobiernos republicanos de Giral y Llopis, así como la adhesión en febrero de 1946 a la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas para romper su aislamiento y no quedar al margen de cualquier solución política del caso español que se pudiera alcanzar por ambos instrumentos, no supusieron una remodelación significativa de su proyecto insurreccional, en lo sustancial inalterado durante la década de los cuarenta.
Su defensa de la Constitución de 1931 como alternativa al franquismo, aunque ha sido caracterizada como bandazo político, no se desdice de la resolución adoptada el 8 de julio de 1939 por el Buró Político, reiterada en Toulouse durante el pleno celebrado en diciembre de 1945. Entre ambas fechas, para uncir al carro del antifranquismo a la derecha monárquica y católica refractaria al falangismo, se propaló que se supeditarían a la voluntad popular en lo referente al régimen político, pero sin que ello supusiera abjurar de su fidelidad republicana, como se precisó en el primer manifiesto de la Junta Suprema de Unión Nacional. Coyunturales variaciones de énfasis en la apelación a unos aliados u otros, en exhibir o soslayar las propias preferencias, no alteraron el desiderátum de aglutinar a todas las fuerzas interesadas en derribar a Franco, ya sea en un Frente Popular ampliado con los del “otro lado de la trinchera”, como sugirió José Díaz en 1938, bajo los auspicios de Unión Nacional, o encuadrados en una Alianza Nacional.
También distó de entrañar un giro táctico significativo la propuesta formulada de promover un órgano de coordinación de todas las fuerzas antifranquistas que dirigiera la lucha desde el interior, excepción hecha del hincapié realizado por Dolores Ibárruri en que debería estar subordinado al Gobierno republicano. Dada la coincidencia en concepción, composición y funciones, ninguna diferencia se advierte entre la arrumbada Junta Suprema y el Consejo de la Resistencia, propuesto desde agosto de 1946, salvo el casticismo de la primera, cuyo nombre evoca las gestas de la Guerra de la Independencia, y el guiño realizado en el segundo a la resistencia francesa contra la ocupación nazi, adoptada como modelo insurreccional, ya que se inspira en el Conseil National de la Résistance impulsado por De Gaulle.
Menos novedoso fue el desenfoque de la realidad española pergeñado en el informe, lastrado por el subjetivismo y el voluntarismo que impregnaron casi todos los análisis políticos realizados por la cúpula del PCE durante el franquismo. Como en tantas otras versiones de la teoría catastrofista, se retorcieron los argumentos para caracterizar al régimen de Franco como un sistema al borde del colapso, execrado por el pueblo, que solo se sostenía por la brutalidad de su aparato policiaco y el apoyo exterior del “imperialismo”. En su elucubración, no solo se vislumbraba a los obreros promoviendo manifestaciones de repulsa, huelgas y sabotajes a la producción, a los campesinos de brazos caídos porque “los frutos de la tierra no son para ellos”, a los guerrilleros propiciando que “el suelo español arda bajo las plantas de Falange” o a los intelectuales movilizados contra el régimen, sino que la ensoñación incluía la adhesión a la “inmensa fuerza de la clase obrera” de los capitalistas decepcionados por el intervencionismo estatal, de parte de la Iglesia, de un sector de los militares y, sobre todo, de monárquicos, “accidentalistas” y conservadores, cuya defección en masa se relacionaba con un estallido inminente de cólera popular. Con el reloj parado en 1936, los dirigentes exiliados del PCE suponían que, puño en alto y fusil en ristre, subsistían en el interior a la espera de una señal las masas ideologizadas que habían combatido durante la guerra, sin reparar en que la derrota, la violencia institucional, el acoso cotidiano, el hastío y la miseria habían ocasionado un devastador impacto, no solo en sus filas, sino en la psique colectiva. La realidad, como reconoció Ibárruri en Me faltaba España, “era terriblemente adversa”.
Sustituyendo la cruda realidad por los deseos en el diagnóstico de la situación y en la formulación de iniciativas, se pretendían combatir las corrientes de “espera y pasividad” que amodorraban al resto de la oposición y alentar la mística de la acción y la lucha sin cuartel, pero el espejismo se saldó con un ingente peaje de vidas truncadas. El ejemplo dado por tantos con su sacrificio ante un enemigo caricaturizado hasta el esperpento contribuyó a la cristalización de dos tópicos de la cultura militante del comunista: el optimismo de la voluntad (la victoria era una cuestión de fe) y una contumacia de acero, que se podía romper, pero nunca doblar, tanto en el disciplinado cumplimiento de las consignas como en la lealtad hacia la organización. Nadie como Dolores Ibárruri supo manejar estas señas de identidad con tanto ardor para conmover y movilizar con el lenguaje.