El estallido social que vive Colombia desde el 28 de abril desbordó las expectativas del Gobierno y de los propios convocantes del Paro Nacional (sindicatos y organizaciones estudiantiles). Por su amplitud y su sostenimiento en el tiempo, estamos ante un fenómeno inédito en la historia de Colombia, si bien tiene precedentes. El 28 de abril es en realidad el tercer episodio del Paro Nacional del 21 de noviembre de 2019 y de la explosión de ira que duró varios días a partir del 9 de septiembre de 2020, cuando varios policías mataron en Bogotá a Javier Ordóñez, pese a las súplicas de la víctima y los ciudadanos que grabaron la escena. Las movilizaciones contra esta brutalidad policial se saldaron con 13 civiles muertos en septiembre de 2020. Desde entonces, uno de los puntos en la agenda de la protesta es la reforma de la policía y el desmonte del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD).
La movilización del 21 de noviembre de 2019 ya fue masiva y aglutinó capas sociales diversas. En este nuevo paro, el 28 de abril, volvieron a sumarse a la protesta gran cantidad de sectores con agendas propias, aunque todos apoyaban las seis reivindicaciones del Pliego de Emergencia que el Comité Nacional de Paro ya había presentado al gobierno en junio de 2020.
¿QUÉ HA ESTALLADO Y POR QUÉ NO SE EXTINGUE?
El detonante inmediato de la protesta fue la propuesta gubernamental de una reforma tributaria que mantenía los regalos fiscales a los ricos y cargaba sobre las clases más empobrecidas el peso de la recaudación, vía impuestos indirectos, además de una reforma de la salud, que pretendía hacer pagar a los pacientes los tratamientos de las enfermedades. La gente explotó, y la represión produjo muertos, heridos y desaparecidos desde el primer día.
A pesar de la represión criminal, sostenida y recrudecida por la militarización decretada por el gobierno, las protestas no amainaron y han logrado ya importantes victorias, como la retirada de la reforma tributaria y la caída en el Congreso del proyecto de reforma a la salud, además de provocar una crisis de Gobierno con la dimisión de la ministra de Exteriores, el ministro de Hacienda y el alto comisionado para la Paz.
Para entender la dimensión del estallido social, hay que saber que en Colombia casi dos terceras partes de los trabajadores perciben el salario mínimo o menos, mientras el 1% de la población concentra el 40% de la riqueza. Es el segundo país más desigual de América, después de Haití. La pandemia disparó el desempleo, la pobreza y el hambre, además de cebarse con las clases populares: el 69% de los fallecidos por la pandemia pertenecen a los dos estratos de menores ingresos. La covid-19 sirvió como excusa para imponer un estado policial, toques de queda y criminalizar a quienes no “acataban” las normas biosanitarias de reclusión, sin importar que sus “viviendas” no fueran dignas de tal nombre. Se sancionaba y multaba por estar en la calle a unos jóvenes que en casa no tenían qué comer. La pandemia sirvió para que le vieran la cara más represiva al Estado y los poderes fácticos en Colombia: hubo enfrentamientos con la policía en los barrios populares. En agosto de 2020 se dieron varias masacres inscritas en este contexto de control social. La reforma tributaria fue el detonante de una indignación muy profunda, que creció exponencialmente durante el confinamiento, al revelar la magnitud de la desigualdad y la injusticia estructural en el país. Por eso la retirada de la reforma no bastó ya para que las aguas retornaran a su cauce. Los jóvenes ahora luchan por un futuro que ese modelo social excluyente les ha arrebatado.
CALI, CAPITAL DE LA RESISTENCIA
En Cali se ha concentrado el mayor grado de represión y violencia estatal y paraestatal contra la protesta social. La capital del Valle del Cauca ha puesto 50 de los más de 70 civiles asesinados en el marco del Paro Nacional.
Allí ha surgido una expresión de la movilización que no se había dado antes: el bloqueo simultáneo y sostenido en el tiempo de cruces viales, que han dado lugar a una veintena de “puntos de resistencia”, vinculados a los barrios populares en los que se encuentran. Algunos han sido rebautizados, como Puerto Resistencia, la Loma de la Dignidad, el Puente de las Mil Luchas, Samecombate, el Paso del Aguante, Nuevo Resistir, etc. Otros, como Siloé, Portada al Mar o La Luna, conservan su nombre. Influyó la experiencia previa del paro de noviembre de 2019, donde hubo un despliegue armado de civiles de los barrios acomodados contra los manifestantes, con varios jóvenes manifestantes asesinados.
“Esto surgió desde la gente del barrio, que se mamó de hacer las marchas pacíficas ya que todo terminaba en golpes por parte de la policía. Se prefirió estar cerca del barrio por seguridad” dice un activista de Puerto Resistencia.
Este fenómeno, que se registra también en otras ciudades, como Bogotá en los alrededores del Portal de las Américas (ahora rebautizado como Portal de la Resistencia), genera una dinámica dentro de los barrios populares, donde las tareas se reparten y se organizan para cuidar unos de otros, se hacen ollas comunitarias, se acompañan, se consuelan, y donde antes había rencillas, ahora hay un sentimiento de unidad y de orgullo de pertenencia al barrio. Los jóvenes que antes solamente existían para el Estado como cifras de víctimas o victimarios, emergen como un sujeto político en construcción, que no se siente representado por el Comité Nacional de Paro y ha empezado a elaborar sus propias reivindicaciones y a desplegar capacidad de articulación (en Cali se ha formado la Unión de Resistencias de Cali) y de negociación.
UNA JUVENTUD QUE PERDIÓ EL MIEDO
Este proceso de organización popular y de configuración de un nuevo sujeto político en Colombia tiene lugar en medio de una violencia difícil de imaginar, que cada noche se retransmite en vivo a través de las redes sociales. La represión del ESMAD, de la Policía, del Ejército (que ha llegado a disparar desde helicópteros de guerra), se repite en Bogotá y los alrededores, en Popayán, en Bucaramanga, en Barranquilla, en Medellín, en Pereira, etc, En Cali, además, se combina con ataques de civiles que portan armas cortas y largas, que disparan, secuestran y hostigan a los jóvenes de los puntos de resistencia, así como a los indígenas que acudieron a Cali a acompañar y proteger a los jóvenes, y sufrieron el 9 de mayo un ataque armado por parte de paramilitares civiles en la zona residencial de “Ciudad Jardín”, que contó, como muchos de los ataques de este tipo, con cobertura policial.
Este despliegue de terror estatal y paraestatal no está desactivando la protesta. Al contrario. “Al otro lado del miedo está el país que soñamos” o “Mi mayor miedo es que no pase nada” son mensajes de las manifestaciones que dan cuenta de que la juventud se ha levantado, arropada por amplísimos sectores sociales de Colombia, decidida a ser algo más que víctima.
Al momento de escribir estas líneas, las organizaciones que forman parte de la Campaña Defender la Libertad contabilizan 76 homicidios en el marco de la protesta del Paro Nacional, 34 cometidos por la fuerza pública y el resto por “civiles” sin identificar. Hay 74 lesiones oculares y 87 heridos por arma de fuego. 29 mujeres han sido víctimas de abuso sexual por parte de la fuerza pública, varias de ellas menores de edad. Se reportan 2.395 detenciones arbitrarias, de las que 346 personas permanecen desaparecidas (si bien la defensoría del pueblo solo ha registrado 89). La inacción del ministerio de Justicia, de la fiscalía, de la Defensoría del Pueblo y de todas las instituciones, ha motivado la condena desde Naciones Unidas o el Vaticano. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que solicitó al Gobierno de Duque anuencia para una visita de verificación, podrá entrar al país finalmente el 8 de junio, tras más de un mes esperando.
La Unión Europea ha hecho un llamamiento en favor del diálogo y del respeto del derecho a manifestarse de los ciudadanos. Estados Unidos ha animado al gobierno de Duque a “encontrar a los desaparecidos”. Y el Gobierno español, a través de su ministra de Exteriores, Arancha González Laya, aunque parezca increíble ha hablado… de Venezuela. Todavía no se ha pronunciado sobre las graves violaciones a los derechos humanos que se producen en Colombia, a pesar de las multitudinarias movilizaciones de denuncia de la represión gubernamental que se repiten por la geografía española desde principios de mayo (en las que ha participado el eurodiputado de IU, Manu Pineda).
LO QUE VIENE
El Gobierno colombiano ha optado por ahogar la protesta en sangre y dilatar la negociación con el Comité Nacional de Paro. Juega al desgaste y al cansancio. Ha calculado mal, ya que el movimiento no ha hecho sino ganar fuerza y capacidad de organización. Sin embargo, los bloqueos de vías, siendo una forma legítima de protesta, no se pueden mantener indefinidamente en el tiempo, entre otras cosas porque ya están apareciendo actores violentos, que nada tienen que ver con la protesta, y que están desalojando a los manifestantes para perpetrar actos que pueden desnaturalizar los puntos de resistencia. La infiltración ha sido una constante desde el inicio del paro, para tratar de criminalizar la legítima ocupación del espacio público por los manifestantes y calificarles como “vándalos”.
El Comité Nacional de Paro ha hecho un llamamiento a ir levantando los bloqueos para confluir en movilizaciones masivas y asambleas en las que se articulen las demandas y se configuren interlocutores de las resistencias juveniles que se incorporen a las mesas de diálogo.
Entretanto, el Gobierno colombiano está cada vez más contra las cuerdas, enrocado en la solución de fuerza. El 28 de mayo, día en el que fueron asesinados en Cali 14 manifestantes por policía y paramilitares con apoyo policial, el presidente Iván Duque expidió el Decreto 575, que somete a 8 departamentos y 13 ciudades a la jurisdicción militar, en lo que supone un estado de conmoción interior encubierto, que elude los controles constitucionales. El senador Iván Cepeda ha interpuesto una acción de tutela contra este decreto y ha denunciado al Gobierno colombiano ante la Corte Penal Internacional por los múltiples crímenes de lesa humanidad cometidos a instancias del gobierno por la fuerza pública. Hay elecciones presidenciales en mayo de 2022 y los índices de desaprobación de Iván Duque y su mentor, Álvaro Uribe, están en récord histórico del 70%.
Lo lógico es que las protestas se mantengan, con distinta intensidad, hasta encontrar un cauce político que permita pasar a la propuesta y que haga posible un cambio de rumbo a partir de nuevas mayorías. Pero lo lógico no es siempre la tónica en la historia de Colombia, y no se puede descartar una salida autoritaria. Desde el asesinato del candidato liberal Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, las élites que concentran el poder en Colombia han desencadenado olas de violencia sistemática para relegar a un segundo plano las reivindicaciones sociales, ahogando en sangre la protesta. El futuro de Colombia no está escrito. Y el pueblo colombiano, a pesar de la desigualdad de las fuerzas, está ganando batallas imposibles, en un despliegue deslumbrante de dignidad, creatividad, firmeza y conciencia colectiva, alentado por la victoria histórica del pueblo de Chile.