Colombia es el país de los desastres anunciados, de las catástrofes que habrían podido preverse y que sin embargo ocurrieron, de los crímenes que todo el mundo presentía pero que nadie evitó. Una historia que persistentemente olvidamos, una complejidad de la que participamos con rencor y con reticencia y un orden social que se vuelve inhabitable a punta de egoísmo y de indiferencia.

En Colombia el olvido siempre fue alimentado por la guerra y el miedo. Hay quienes se indignan oyendo afirmar que la historia de Colombia ha sido una historia de guerras pero cualquier persona mayor de cuarenta años ha sido testigo o víctima de por lo menos cuatro guerras distintas: la violencia partidista de los años cincuenta, la guerra entre el Estado y las guerrillas en los años setenta y ochenta, la guerra del narcoterrorismo en los años ochenta y noventa y la guerra actual con varios ejércitos al margen de la ley, tal vez la más amplia y pertrechada de todas.

Las torpes ideas, pacientemente tejidas por los ideólogos de la Conquista y de la Colonia y perpetuadas por los fatuos notables de la República, de que los pueblos indígenas no eran más que salvajismo y barbarie incubaron a unas élites de mestizos arrogantes que encontraron en el acto de rebajar y excluir a los otros el modo de disimular su propio origen.

En Colombia no existe la política porque no existe ni la comunidad ni la nación. La idea de nación no se propuso conquistar los corazones sino someterlos. Primero a la crueldad de los conquistadores y a sus leyes mentirosas y después, con la República, al poder de notables egoístas, de castas familiares y de centralismos despectivos y aprovechados.

El país sigue siendo una abstracción muy lejana para personas tan pobres que no pueden salir ni siquiera de su ciudad a comprobar cuán grande y bella es la patria que supuestamente les pertenece, para quienes tienen que defender un territorio del que evidentemente otros son los dueños y para quienes deben sostener un Estado que no logra abolir la corrupción en su seno, a lo mejor porque no le conviene.

Si llamamos país a una comunidad que comparte y protege un territorio, que rinde homenaje a un pasado común y que está unida por fuertes vínculos de solidaridad, habría que decir que Colombia no cumple con esos requisitos.

Tiene que llegar el día en que Colombia deje de sobrevivir y empiece a vivir y para ello el único camino que se ha inventado hasta ahora es la democracia. No una democracia de fachada ni una democracia recortada sino una democracia donde los gobernantes entiendan que la prioridad es la gente. Parece que para los gobernantes de Colombia el pueblo, más que su razón suprema, es su problema.

Es necesario cambiar el país. La manera más seria de garantizar la convivencia y de brindar seguridad verdadera es la que reposa sobre la justicia, lo más humano y lo verdaderamente democrático.

Hay que dejar de resignarse a administrar lo que existe: una sociedad de desconfianza y de incertidumbre, un campo de refugiados, un mundo de mendigos, un matadero y una ínsula de esplendor.

Necesitamos un Estado capaz de poner freno a los apetitos y a las ambiciones particulares.

(*) Periodista y escritor colombiano. Autor de En busca de Bolívar, Los nuevos centros de la esfera, ¿Dónde está la franja amarilla?, El país de la canela, Pa que se acabe la vaina y Guayacanal.

(*) / Revista Diners