En septiembre el PCE celebrará su cuadragésima cuarta fiesta anual que coincide con el centenario de su fundación en la entonces Casa del Pueblo de Madrid. Tras un siglo de existencia en una historia moderna de la humanidad dominada, encharcada, por una mentalidad colectiva definida por el consumismo hipercapitalista, es extrañamente revulsivo pronunciar “comunismo” o “comunista” en la actualidad. De hecho, salvo para sus militantes y allegados, el comunismo y el PCE diríase que son conceptos que hay que adivinar, descifrar, en una sopa de letras casi maldita oculta en el desván de esos seres queridos a quienes se les reconoce un pasado pero se les da por amortizados en todos los futuros.
En cierto modo, el capitalismo es como el patriarcado que, necesitando un análisis desde su exterior para abarcar toda su geometría, resulta, no digamos imposible, pero sí extremadamente difícil afrontar ese análisis sin contaminarlo, aunque sea mínimamente, con los sesgos que la propia ideología ha implantado en la mente de quien pretende llevar a cabo el análisis.
Todos y todas nos hemos educado en el capitalismo: quienes lo han hecho en sistemas sociales donde el capitalismo ha sido el esquema dominante para construir las categorías del mundo y quienes lo han hecho fuera de él pero por contraste, por oposición.
¿Hay un comunismo que pueda ser entendido, por sí mismo, sin que su naturaleza dependa de su oposición al capitalismo? Si no lo hubiera, el comunismo no sería más que una macro-categoría del capitalismo. Si lo hubiera, estaríamos salvadas.
Actualmente, el comunismo, como planteamiento ideológico o modelo social, está completamente demonizado. Esa perversión del comunismo es en parte consecuencia de su desnaturalización, del desarraigo de sus fundamentos. Y este último proceso de deformación ha sido el resultado de dos fuerzas históricas que, como si fueran una misma, han actuado sobre la ideología y el modelo comunistas para sepultarlos en un agujero de la historia, tan negro que, quienes en la actualidad construyen los modelos de realidad que decantan hacia las sociedades como códigos interpretativos del mundo, lo equiparan al nazismo: verbigracia, la resolución del Parlamento Europeo de 2019 sobre la Importancia de la Memoria Histórica Europea para el Futuro de Europa que ha sedimentando en el subconsciente colectivo una “condena por igual del nazismo y del comunismo”, cuando en realidad no reprueba otra cosa que los “regímenes totalitarios” que como es bien sabido prostituyen cualquier ideología en su propio beneficio.
El anhelo de emancipación
Las dos fuerzas históricas que han llevado al comunismo a ese agujero negro desde donde es casi imposible reconocerlo son la omnipresente propaganda capitalista y, en estrecha intersección, los intentos históricos fallidos de materializar la ideología marxista en modelos sociales concretos. El capitalismo ha instrumentalizado los fracasos, muy humanos, de esos proyectos comunistas en muchos lugares del mundo como una potente profecía autocumplida para tachar al comunismo de “enemigo de la libertad”, haciendo arraigar esa idea en el subconsciente colectivo a través del aparato de propaganda universal más potente que jamás haya visto la historia, intensificado y ampliado hoy en día, quién sabe si ya sin punto de retorno posible, a través de la capitalización, la propiedad y el control de sistemas de información digitales globales, que llegan e inoculan incesantemente una visión homogénea del mundo, al servicio del capital, al noventa por ciento de la población del planeta.
Salvo excepciones militantes, académicas o de compromiso personal, que constituyen átomos aislados en un denso magma uniforme, no es exagerado afirmar que, colectivamente, el comunismo es un completo desconocido. Si pudiéramos traspasar ese horizonte de sucesos de un capitalismo que todo lo desfigura a su conveniencia y llegar a observar el interior del agujero negro donde el comunismo originario ha sido exiliado por las fuerzas que siempre han poseído y controlado los medios de producción, ¿qué veríamos?, ¿cuál sería la imagen que podríamos construir del comunismo?
Es probable que para acceder a esa imagen descontaminada haya que retrotraerse al momento, allá por la década del 1840, en que una asamblea de personas trabajadoras en torno a la ‘Liga de los Justos’ pasó a llamarse ‘Liga Comunista’, convocando a la unión de todos los proletarios del mundo. En aquel momento allí había mujeres y hombres trabajadores. El trabajo es el centro del comunismo. Y ese centro es el que hemos perdido de vista. Aquellos trabajadores de antaño también son atemporales, aunque sobre las mujeres y los hombres del presente el capitalismo haya encontrado modos más sutiles de alienación, entre un inmueble que dejar en herencia a la prole mientras el proletario hipoteca su vida a interés variable con una entidad financiera y una cuenta “gratuita” en WhatsApp.
Por más que el comunismo como materialización ideológica -principalmente- del marxismo se haya descompuesto por acción intensiva de las fuerzas del capital hasta quedar irreconocible, en ese seno todavía alojado en el interior de un agujero negro persiste un sentimiento, una intuición, una búsqueda, una forma de encajar en el mundo y de relacionarnos con ese mundo… el anhelo legítimo de emancipación y de una vida digna para sí y los suyos, no individualmente, es decir, no en solitario, sino en el contexto de una comunidad, entrelazado con los demás, con sus congéneres y conciudadanos, que la emancipación y la vida digna sean cosa de todos, derechos de todos, beneficio de todos y todas.
Ese sentimiento comunista originario, intrínseco, se fragua desde la explotación, desde la esclavitud, desde la experiencia de la mujer y del hombre trabajadores de que, mientras son ellas y ellos quienes ponen la fuerza de trabajo indispensable para mover las maquinarias sociales, son otros quienes les están pagando el salario y quienes poseen los medios materiales de esas maquinarias e imponen las condiciones de la realidad que constriñe las vidas de esas personas trabajadoras, otros quienes conceden el puesto laboral, a quienes hay que pedir trabajo, otros quienes se han conferido la potestad para expulsar a la persona trabajadora del mundo laboral, convirtiendo su existencia en una cifra de paro y dependencia de subsidios de miseria.
La masiva intervención digital en las mentes
Antes que un planteamiento ideológico, y por supuesto previo a su aplicación como modelo social, el comunismo es un sentimiento, el sentimiento íntimo de alguien que toma consciencia de que es propiedad de otra persona, que esa realidad de ser objeto de explotación por un sujeto explotador es común al resto de las personas trabajadoras, que esa propiedad se ha impuesto por la fuerza de la violencia física, actualmente de la violencia económica e informacional, y que sólo a través de la unión de quienes han sido convertidos en fuerza de trabajo al servicio de una maquinaria que especula a diario con la vida de millones de seres humanos será posible revertir la situación. La poco afortunada denominación de “dictadura del proletariado” no refleja más que el deseo natural de la persona trabajadora de comenzar a ser el patrón de su propio destino y no el asalariado al servicio de un patrón que no trabaja sino que especula.
Tal vez el marxismo se quedó corto en plantear que el capitalismo operaba mediante la propiedad de los medios de producción, cuando lo que nos muestra tercamente el devenir de la historia es que el capitalismo busca imponer la servidumbre de las mentes, poseer la mente de la mujer y el hombre a los que tiene engarzados en la maquinaria productiva y consumista para, desde esa propiedad y control de las mentes, modelar las visiones individuales y colectivas del mundo, incluso haciendo sentir a los esclavos que son dueños de su propio destino.
Tanto es así que el capitalismo hiperconsumista ha acabado convirtiéndose en la generatriz de la mayoría de nuestros códigos mentales con los que construimos nuestras realidades sociales, que es noción común aceptada entre la persona trabajadora pensar que hay una clase social, que podría llamarse burguesía o ahora clase media, que no está igualmente explotada y no forma parte, del mismo modo, de la masa de trabajo propiedad del capital. La ideología darvinista del capitalismo ha sido exitosa en acuñar incontables modelos sociales que asumimos como verdades incuestionables pero donde verdaderamente ha obtenido un logro rotundo es en ocultar que los clanes familiares que a lo largo de la historia han poseído y controlado las condiciones de vida de millones y millones de personas son quienes en el siglo veintiuno, por otros medios que nos hacen sentir menos esclavos y esclavas, continúan haciéndolo: los dueños del capital son los mismos. A esos clanes, ahora todavía más ocultos y anonimizados tras la infranqueable y opaca pantalla que posibilita el control de los medios de información globales, continuamos sometidos… mientras pensamos que el enemigo es la burguesía.
Es desasosegante pensar que el comunismo, como sentimiento originario de emancipación, haya muerto y que no tenga ya remedio, que no será revertido su exilio en el agujero negro de la historia, a menos que se produzca una modificación masiva de las consciencias individuales en unos momentos de la historia en donde, precisamente, esas consciencias individuales están siendo programadas, como si fueran software, por una masiva intervención digital en las mentes.
Porque la manera de revertir esa tendencia a la mortalidad, a la extinción del comunismo como acicate de emancipación individual en el colectivo compartido de lo social, es tomar consciencia de que, salvo quienes poseen realmente el capital y los medios de producción, el resto, da igual el puesto que ocupe cada cual de ese “resto” en la realidad del trabajo asalariado, está compuesto por trabajadoras y trabajadores de libertad más o menos condicionada por las “fuerzas invisibles del mercado”.
Es cierto que hay, que siempre ha habido, condiciones de esclavitud más insidiosas, gravosas, inhumanas, mortales, sobre un grueso de las personas trabajadoras (léase el proletariado) que sobre otras. No cabe duda. También que la urgencia de conquistar, de arrebatar al propietario del capital mínimas condiciones de dignidad para esas personas trabajadoras a las que se había -y se ha- hurtado el sustento y el futuro, ha condicionado directamente las posibilidades de evitar que otros cautivos del sistema de explotación (léase la clase media y la burguesía) tomaran consciencia de que, aún en su vida acomodada, son no sólo “trabajadores a quienes paga otro”, sino corresponsables de las condiciones de explotación de otros trabajadores, como si se hubieran convertido en “presos de confianza” en la cárcel capitalista e hicieran el trabajo sucio de parte del alcaide de la prisión, otro obrero con ínfulas de no serlo.
Tal vez lo que ahora vemos como el mayor impedimento para la emancipación, la digitalización de nuestras mentes, sea el recurso que pueda ser utilizado para la toma de consciencia. Quién sabe. De momento tenemos el poder de la palabra para cambiar los mundos. Al fin y al cabo, como vislumbra uno de los poemas de Isabel Pérez Montalbán en la edición de Cartas de amor de un comunista que publica la editorial Insensata, “se necesitan cursos intensivos y largos sobre el ciclo del hielo y su andamiaje para así contemplar los tanatorios del hambre”. Paciencia.
* Andrés Montero es editor. Este texto es una adaptación del epílogo de la edición de Cartas de amor de un comunista, de Isabel Pérez Montalbán, publicada por la editorial Insensata.
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