“¡Agua para todos! ¡Agua para todos!”, gritaba la multitud enfervorecida. “No puede haber más, el Tajo se seca”, contestaban los menos, intentando llevar a sus paisanos hacia el sentido común. “Pues que desvíen el Ebro. Allí les sobra y, además, ¡son catalanes!”.

En medio de la histeria colectiva a alguien se le ocurrió preguntar: “¿Agua para todos… los campos de golf?”. ¿Quién era ese que se atrevía a ir contra la patria murciana? ¡¡A por él!! Y a patadas lo dejaron arrumbado en una acequia seca, junto a los caballones que, desde tiempo de los fenicios, romanos, cartagineses, nazaríes, mozárabes y andalusíes, habían servido para el uso razonable del riego.

Se elevaron las voces proféticas hacia el inmenso azul del cielo mediterráneo. ¿Quién osa discutir el nuevo destino de los murcianos?. Se acabó eso de ser emigrantes, charnegos y lo de Carlos III, “en mis ejércitos no entrarán ni murcianos, ni gitanos, ni gente de mal vivir”. Y de paso, acabaremos con la tradición cultural de lo que fue Tudmiria, más que reino, suerte de república alejada de reyes y emires. Se acabó con lo de la rebeldía del Cantón Murciano, tres años independiente de un régimen caduco, donde se abolió la propiedad privada y la cárcel, apoyado solo por Garibaldi y con la guerra declarada a Prusia, Francia e Inglaterra. Se acabó con eso de ser la sede del primer Conservatorio de música, de las primeras universidades, refugio de la poesía y el saber. Se acabó. Y de las colectivizaciones, la prensa libre y los murcianos de dinamita, de eso mejor ni hablar. Eso, mejor borrarlo. Lo de ser la cuna de la lucha antinuclear y la defensa del medio ambiente, también. Ahora solo se hablará de dinero, dinero, dinero.

Que el dinero se construya con sangre, humana o de la madre tierra, no importa. Arranquemos los almendros, convirtamos el secano en regadío, construyamos en los cauces de las ramblas, levantemos torres en las dunas, derribemos nuestra arquitectura popular, sequemos los pozos. Y, eso sí, para que todo vaya más rápido, inundemos todo de nitratos, plásticos y fosfatos, aunque malogremos por siempre la tierra virgen; no hagamos depuradoras, ni servicios. Dinero fácil. Eso es lo que quiere la gente y eso le daremos. Dinero, dinero. Mercedes y BMW por doquier, abrigos de visón a tutiplén aunque la temperatura no suela bajar de los veinte grados; tiendas de lujo donde antes se afanaban artesanos; donde el tren, autopistas y aeropuertos.

¡Viva el dinero, abajo la cultura! O mejor aún, ¡Viva la Incultura! Hagamos de zaragüeyes y alpargates nuestra barretina y txapela, aunque eso sí, bajo la bendición divina, porque ellos son nacionalistas y nosotros, españoles. Para adormecer las mentes, nada como un buen surtido de vírgenes y santos. ¡Dónde va a parar! Donde esté una buena estatua con el corazón acuchillado por siete puñales que se quiten Ramón Gaya, Miguel Espinosa, Paco Rabal, Pedro Costa, Carmen Conde, Isidoro Maiquez, los trovos, Pedro Guerrero, Muñoz Zielinski o Vicente Medina. Donde haya un Cristo azotado, que desaparezca Ali Ibn Sida, Abubeker al Ricoti y, el primero de todos, Muhydidin Ibn Arabí.

¿Quién nos llevará la contraria defendiendo la riqueza de la diversidad? Aquí, a partir de ahora, todos cristianos viejos, a lanzar huesos de aceitunas y con Universidad Católica. Que ésta sea un vivero de fascistas o que quien la regenta diga que las vacunas son un invento para implantarnos un “chis”, es lo menos.

Así pasó y así es. Y mientras, como quien no quiere la cosa, los murcianos nos hemos hecho campeones en abandono escolar, en insatisfacción con los servicios públicos, corrupción y en votos al partido nazi de la V.

A lo mejor lo de dinero ante todo tiene algo que ver, aunque ahora se rasguen las vestiduras y hagan comisiones para averiguar por qué lo hermoso de Murcia lo estamos convirtiendo en mierda pura.

O, a lo mejor, es para que no desentone con el desastre del Mar Menor.