«Otra conversación en la que ponemos nuestros hogares en juego, mientras los que tienen otras opciones deciden la rapidez con la que quieren actuar para salvar a los que no las tienen»
Shauna Aminath, Ministra de Medio Ambiente de Maldivas, sobre la COP26
Que las Cumbres del Clima son útiles es evidente: el lobby de los combustibles fósiles, representado por empresas y países, se ha dejado la piel para evitar que hubiera una mención clara, inteligible y expresa de su fin. Sin duda, lo consiguieron y las lágrimas del presidente de la COP26, Alok Sharma, reconociendo la profunda decepción del resultado final, con enmienda a favor del carbón incluida, ha sido la imagen más evidente de este hecho.
La COP ha sido francamente útil para quienes, bajo el disfraz del greenwashing empresarial, llevan años tratando de evitar a toda cosa pactos vinculantes y medidas reales de lucha contra el cambio climático. Como viene sucediendo desde el triste COP de Copenhague, los acuerdos no son vinculantes ni se los espera. Queda a merced de los países el adoptar o no medidas y recursos económicos para enfrentar el mayor reto de nuestra civilización.
Dos eran los objetivos más esperados de esta última Cumbre: compromisos de los gobiernos para no superar los 1,5 ºC respecto a los niveles preindustriales y un fondo de 100.000 millones de dólares anuales para ayudar a la transición energética de los países en desarrollo.
Las buenas palabras con que los países preparaban su presencia en la cumbre, así como muchas de las intervenciones allí presentes, destacando la preocupación creciente en cuanto a los ya visibles impactos del cambio climático, así como el consenso de la comunidad científica en los informes aportados, podían hacer pensar que, en esta cumbre sí, por fin, habría algo más que compromisos vacíos y palabras huecas.
La realidad es que los planes nacionales de mitigación, como recoge Naciones Unidas, nos deja en un aumento de temperaturas de 2,7 ºC. No hace falta ser un experto para saber que está bastante lejos del más que necesario, y avalado por la comunidad científica, 1,5ºC de aumento de temperaturas. Para ser justos, hay que señalar que se ha dado nueva cita para llegar a nuevos acuerdos y compromisos en diciembre de 2022. Pero el cinismo y la incredulidad a la que nos llevan años de desengaños en las cumbres del clima no nos permite ser demasiado optimistas: esto parece más el enésimo intento de dilatar en el tiempo la toma de decisiones para evitar adoptar medidas que podrían ser poco populares que la voluntad real de llegar a un acuerdo valiente, compartido y vinculante para los países.
Respecto al fondo de ayuda a la transición energética, el texto urge a los estados ricos a doblar (como mínimo) la ayuda a los países en vías de desarrollo en relación a lo aportado en 2019 y hacerlo antes de 2025. Teniendo en cuenta que nunca se cumplieron los compromisos de aportación al fondo y que, como ocurre a lo largo del todo el texto, no aparece en ningún momento ninguna palabra que indique obligación, podemos concluir, igualmente, que este fondo seguirá vacío.
Ciertamente, la situación podría ser aún peor sin la existencia de estas Cumbres. Visibilizan el problema y obligan a hablar y tratar de llegar a acuerdos internacionales para abordar un problema global. Esto creo que es compartido por toda persona preocupada por la crisis ecosocial.
Para lograr el objetivo con el que fueron diseñadas, necesitamos otro modelo de cumbres del clima: más democráticas, con mayor representación de quienes más sufren las consecuencias del cambio climático y con la implicación vinculante no solo de países sino de las administraciones más cercanas a las personas.
Esto es, más peso de los países del genérico sur, de los parlamentos regionales y las administraciones locales.
Son los territorios expoliados tradicionalmente por los países ricos quienes deben poner sobre la mesa las urgencias y las propuestas compensando, aunque sea in extremis y de manera parcial, ser quienes más sufren las consecuencias de políticas económicas suicidas y que no les han dejado ninguno de los beneficios conseguidos en el trascurso de décadas de crecimiento.
Una Internacional Ecologista que acabe con el capitalismo y garantice la redistribución de los recursos
Como decía, estas cumbres son muy útiles. Lo que no está en absoluto claro es que, tal como las conocemos ahora mismo, sean útiles para la mayoría del planeta, ni para quienes están en situación de mayor vulnerabilidad social y climática. Quienes ven cómo los fenómenos meteorológicos extremos les dejan sin casas, sin recursos para alimentarse o trabajar o pierden directamente la vida.
Las fuerzas de izquierdas y quienes tienen claro que la justicia climática es una herramienta indispensable para la propia vida de quienes están hoy aquí y allí, y de quienes estarán mañana, debemos luchar por poner en pie un nuevo marco de negociación. Y, desde nuestro espacio de lucha, impulsar una Internacional Ecologista que recoja lo mejor de la tradición de lucha obrera (“nativa o extranjera, la misma clase obrera” seguimos cantando con énfasis en las movilizaciones) y le dé un nuevo significado a la luz de lo que llevamos años sufriendo. Un marco de lucha global que nos permita tejer alianzas entre los países para garantizar que las empresas y los gobiernos negacionistas no imponen su agenda: una agenda de decrecimiento continuo de quienes cada vez tienen menos, de expolio de los recursos y expulsión de la gente de sus territorios para mantener la ficción de que no pasa nada y podemos seguir produciendo y consumiendo como hasta ahora.
Porque no olvidemos que el capital y los grandes lobbys de presión de los combustibles fósiles tienen muy claro que estamos en un contexto de decrecimiento de recursos. La cuestión es quién, cuánto y cómo se decrece, y quién los decide. Su agenda se resume en el ecofascismo: expulsar a la gente del sistema para seguir acaparando sus recursos y su territorio. Lo que han hecho siempre, pero con una vuelta de tuerca mayor basada en la violencia.
Necesitamos, por tanto, una Internacional Ecologista que acabe con el capitalismo y construya un modelo político, social y económico cuyo corazón y líneas rectoras sean los límites biofísicos del planeta, para redistribuir los recursos y garantizar que todas las personas son libres, iguales y con derecho a una vida digna.
Decía John Donne que nadie es una isla en sí mismo y que la muerte de cualquiera me afecta porque estoy unido a la humanidad. Esto, justamente, es lo que ocurre ahora mismo.