Gabriel García Márquez volvió a ser noticia en los principales medios de comunicación. La desclasificación de materiales del archivo de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) de México ha permitido conocer que el escritor era espiado por la policía política del régimen del PRI. Le seguían en sus viajes a Cuba y vigilaban las visitas que recibía en México, sus vínculos con la izquierda latinoamericana y sus relaciones con las guerrillas de El Salvador y Nicaragua.

En su expediente, la DFS, tras recoger que “Gabriel García Márquez ha cedido todos los derechos de su libro Crónica de una muerte anunciada al gobierno de Cuba”, sentencia que “además de ser pro-cubano y soviético, es un agente de propaganda al servicio de la Dirección de Inteligencia de ese país”. La seguridad mexicana confundía el hecho de cumplir un mandato de conciencia, de solidaridad con la causa de la liberación en Latinoamérica, con servir a intereses geopolíticos.

El caso de México resultaba muy contradictorio. Mientras era país de acogida para refugiados de las dictaduras chilena y argentina, como lo fue para los exiliados de la República española, era sin embargo implacable contra la oposición interna, cuyo ejemplo más dramático fue la matanza en 1968 de más de 200 estudiantes que se manifestaban en la Plaza de las Tres Culturas.

Junto a esa noticia del espionaje a Gabo, llegó otra de la mano de la reciente publicación por la editorial Renacimiento de la obra completa de María Luisa Elío. Una republicana pamplonesa, exiliada en México, donde se hizo amiga del novelista colombiano y cuyo apoyo fue decisivo para la publicación de Cien años de soledad.

Voz de nadie y Tiempo de llorar

María Luisa nació en Pamplona en 1926. Su padre, Luis Elío, era juez municipal y presidente de los Jurados Mixtos de Trabajo de la capital navarra durante la República. A pesar de ser un terrateniente, era un republicano de ideas avanzadas. Repartió entre los jornaleros las tierras que poseía en Barañain. El 19 de julio fue detenido por los golpistas pero gracias a la ayuda de unos amigos carlistas fue sacado de la comisaría y escondido en una diminuta estancia en la Casa de Misericordia de Pamplona, desde donde escuchaba cada mañana y cada atardecer los fusilamientos que los franquistas ejecutaban contra las murallas de la Ciudadela. Allí pasó los tres años de guerra. A finales de 1939 sus protectores lo llevaron a la frontera y le ayudaron a pasar a Francia. Como miles de refugiados republicanos, fue encerrado en el campo de concentración de Gurs.

Días después de que Luis fuera detenido, unos soldados dieron a la familia la noticia de que había sido fusilado. Y les mostraron como prueba algunas ropas suyas ensangrentadas. Su esposa, Carmen Bernal, asustada, llevó a sus hijas, María Luisa y sus dos hermanas, a Elizondo, desde donde cruzaron a Francia. No abandonaron a la República en lucha y regresaron por Catalunya. Cruzaron la frontera en sentido inverso, por Le Pertus, cuando la República ya estaba derrotada. Supieron que Luis no había sido fusilado y consiguieron encontrarse con él en París a finales de 1939. Toda la familia partió hacia México, el 16 de febrero de 1940, desde Le Havre, a bordo del buque De Grasse.

En México, María Luisa participó en el grupo de teatro Poesía en voz alta que contaba con Octavio Paz entre sus miembros. Publicó relatos en el diario Novedades y en la revista México de la cultura. Escribió su obra Voz de nadie, donde cuenta desde un punto de vista infantil su viaje en barco como exiliada y las penurias de su familia al llegar al nuevo país. La experiencia de rotura, de quiebra de raíces, de despersonalización que supone el exilio, es lo que dice ella que le orienta hacia el teatro, “con el propósito, sobre todo, de ver si, siendo otra persona, no me enteraba de quién era yo”.

En 1970 viaja a Pamplona. Su deseo de Pamplona es tan anhelado como decepcionante al realizarse. Es el viaje eterno de la literatura, volver a los lugares donde nos hicimos, donde transcurrió la infancia, volver a ser de nuevo, revivir. Decepcionante porque la Pamplona franquista que encuentra ya no es aquella que atesora en su memoria. Todo allí está poblado de sombras. Nadie la reconoce y ella tampoco reconoce a sus recuerdos. “Regresar es irse, volver a Pamplona es irse de Pamplona, voy a volver adonde las cosas no están ya. Ahora, al fin, me atrevo a regresar donde la gente ha muerto. Por eso sé que regresar es irse, irme”. Dirá María Luisa. “Irme de una vida, casi de toda una vida, porque sé que ahora la mirada tan solo va a servir para borrar”. Con esa experiencia desoladora escribe Tiempo de llorar, uno de los más hermosos textos sobre ese eterno literario, el impulso del regreso a la ciudad natal, a los orígenes, a las raíces.

La única película rodada sobre el exilio republicano en México, En el balcón vacío, fue dirigida con su guión. Es una película sin recursos, realizada entusiastamente por amigos, los exiliados, que no son profesionales pero por ello mismo palpita en esa cinta la verdad del exilio, sin ambages. Dedicada a todos los españoles que murieron exiliados, obtuvo el premio de la crítica en el Festival de cine de Locarno, en Suiza, en 1962.

Una maravillosa locura

María Luisa participó muy intensamente en la vida cultural de México, junto a compatriotas como León Felipe, compartiendo tertulias con Carlos Fuentes, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez. Convivió un tiempo en la Cuba revolucionaria participando en la fundación del ICAIC, el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos.

En 1965 Gabo comenzó a contar a sus amigos las ideas de la novela que llevaba años elaborando. Entre sus más fieles oyentes se encontraba María Luisa. Junto a Álvaro Mutis, María Luisa y su marido solían acudir por la tarde a la casa mexicana de García Márquez. Gabo, que había pasado todo el día escribiendo, cuando llegaban sus amigos salía de su encierro, se tomaba un whisky y se ponía a charlar gustosamente. Y el gran escritor colombiano, percibiendo el interés y la pasión con que María Luisa le escuchaba, empezó a tener una confianza plena en su opinión, ese refrendo que a veces necesita el escritor para poner en público lo que su imaginación desbordante ha pergeñado. En una de esas tertulias fue cuando les contó durante más de cuatro horas su idea completa de Cien años de soledad. Cuando les refirió el pasaje de la novela en el que el cura levita, María Luisa salió del encantamiento y le espetó.

-¿Pero levita de verdad, Gabriel?

Gabo le ofreció una respuesta aún más surrealista.

-Ten en cuenta que no estaba tomando té sino chocolate a la española.

Al terminar, le preguntó a María Luisa si le gustaba la posible novela.

-Me vuelve loca -le contestó María Luisa-. Si escribes eso será una locura, una maravillosa locura.

-Pues es tuya –le respondió Gabo.

Tras ganarse su confianza, María Luisa se convirtió en una privilegiada y Gabriel, mientras estaba escribiendo la novela, le mandaba algunos capítulos para saber de su aprobación o crítica. Y cumplió su palabra. Cuando Cien años de soledad fue publicada, le dedicó la novela a María Luisa en agradecimiento. Quizá sin el apoyo de esa pamplonesa el mundo se habría perdido una obra maestra de la literatura y un gran gozo.