Como para otras muchas personas de este país, el festival de Eurovisión me trae recuerdos de la infancia, cuando la cita anual se convertía en un juego donde la diversión estaba garantizada. Reunidos en la cocina en torno al televisor en blanco y negro, dentro de aquella España también en blanco y negro, mis padres, mis hermanas y yo apostábamos por nuestro país favorito, como si se tratase de un cartón de bingo o un galgo de las carreras. Quién no recuerda la cabecera de Eurovisión, su pegadiza música o aquellas frases emblemáticas de Spain, deux points; Spain two points, España dos puntos. Toda la vecindad celebraba los doce puntos como los doce goles contra Malta. Afortunadamente, al menos para mí, hace muchos años que ha quedado en un simple recuerdo. Considero que el festival de Eurovisión y todo lo que lo rodea es hortera, chabacano, cutre, casposo, retrógrado, y que además tiene tanto que ver con la música como el aguardiente con la limonada, es decir, únicamente comparten el ingrediente principal.

El Benidorm Fest de 2022, organizado por RTVE para elegir quién representará a España en el festival, se convirtió en auténtico protagonista mediático durante días, llenando cientos de páginas en los medios de comunicación escrita, copando las redes sociales y absorbiendo horas de programación televisiva y radiofónica. Confieso que he acabado harta, a pesar de no tener televisor, por tener que soportar toda la feria montada en torno al festival, con personas conocidas y amigas que han saturado las redes sociales con vídeos, comentarios y llamadas al voto, contribuyendo a difundir el programa y aumentar su negocio a través de llamadas y mensajes telefónicos. Que cada quien haga con su ocio lo que le plazca, como si le apetece hacer el pino en pelotas sobre brasas ardientes cada amanecer. Pero a mí me importa un bledo la letra de la canción ganadora, el posible fraude en el resultado, quién tuvo más votos populares, el motivo y la disculpa alegada por cada quién para votar y seguir el programa, o si algunos grupos merecían la pena musicalmente. Lo que sí me preocupa es el exitoso método propagandístico que puede desatar una histeria colectiva capaz de involucrar con anteojeras a personas del mundo de la cultura, de las artes escénicas y de la llamada izquierda en un espectáculo bochornoso.

El resultado del Benidorm Fest desató una de las mayores polémicas del nuevo año y los coletazos generados por la indignación popular duraron días. Antes, por supuesto, de que llegase la intervención militar ordenada por Vladimir Putin en Ucrania. Entonces se desató la marabunta. La lógica indignación causada por la guerra dio paso a la paranoia y el delirio colectivo, al frenesí bélico y la fobia antirusa. Sin tener que cambiar de canal y de mando a distancia, muchos de aquellos que se implicaron y se indignaron por no conseguir el envío de su cantante favorita a Turín, cambiaron su frustración por el envío de armas para la llamada resistencia ucraniana. Casualmente, una de las primeras reacciones de la Unión Europea fue la eliminación de Rusia del Festival de Eurovisión. El lacayo Josep Borrell anunció: «Rusia ha sido expulsada de Eurovisión. Puede parecer irrelevante desde un punto de vista geopolítico, pero tiene impacto social». El espectáculo durante el festival en el mes de mayo promete batir récords de gilipollez propagandística.

Hay que decir que el evento organizado por la Unión Europea de Radiodifusión (UER) se celebra desde 1956. Israel, a pesar de su ubicación geográfica, participa en el festival desde 1973, sin que nadie haya tenido en cuenta las decenas de miles de asesinatos y las matanzas de palestinos (principalmente) que ha cometido durante estos cuarenta y nueve años. Portugal participa desde 1964, sin importar que en aquel entonces fuese la dictadura más longeva de Europa, ni sus guerras coloniales en África que desembocaron en la Revolución de los Claveles el 25 de abril de 1974. Tampoco importó que España estuviese dirigida por un dictador aliado de Hitler y Mussolini cuando entró en 1961, ni siquiera cuando en 1963 fusiló al comunista Julián Grimau o en 1976 se produjeron las muertes de Vitoria. En 1980, incluso permitió la participación de Marruecos, sin importar que estuviese en África y en plena guerra por su invasión del Sahara Occidental. Podríamos poner más ejemplos, pero estos bastan.

Es triste que esta sociedad sumisa, servil y palanganera haya convertido el festival de Eurovisión en una guerra y un mes después haya transformado la guerra en un festival de Eurovisión. Es el símbolo que he escogido para lamentar que la masa solo se mueva hacia donde le inclinan el recipiente.

— Y digo yo… ¿aquí no haría falta una Revolución?

— Y luego, ¿por qué me lo preguntas?