Esta mañana he visto la carretera junto al mar que une el pueblo con la pedanía en la que vivo, atestada de coches y furgones de la Guardia Civil. Pensé que sería un control, tal vez un ejercicio de entrenamiento, dado lo temprano de la hora. No suceden muchas cosas que rompan la tranquila rutina que disfruto, así que me acerqué para ver qué sucedía. La fila de inmigrantes que los agentes mantenían sentados en el arcén, me sacó de dudas. Acabado el temporal de la semana pasada, la calma del Mediterráneo de nuevo facilitaba el peligroso viaje a bordo de una patera desde las costas de la cercana Argelia hasta las nuestras. La ropa mojada, el cansancio de los cuerpos desmadejados, el miedo que se asomaba a los rostros de los jóvenes magrebíes, eran el testimonio de su travesía.

La geografía no les había hecho partícipes del buenismo con el que se acoge a otros venidos de más lejos. Poco a poco iban siendo introducidos en los vehículos siguiendo órdenes que no entendían, en espera de un futuro más incierto. La campaña de acogida de refugiados ucranianos, tan parecida a aquella de otros tiempos en la que se invitaba a sentar a un pobre en tu mesa por Navidad, no les rozaba ni de lejos. Quienes hubieran podido escapar, acabarían poblando los campos de cultivo o las cuadrillas de las chapuzas de fin de semana, mal pagados, peor tratados. Los otros, la vuelta a la necesidad, el fin de un sueño que prometía una vida mejor. Y, sin embargo, unos y otros, servirán para enarbolar la amenaza de una invasión de hambrientos, agitando adormecidas mentes temerosas de perder su bonanza o la contaminación de sus costumbres.

También he visto a mis vecinos a bordo de sus coches dirigiéndose al trabajo. Están tan acostumbrados a la triste visión, que casi ni hacen amago de frenar para satisfacer su curiosidad. Luego, cuando en el bar alguien pregunte qué es lo que ha pasado, le quitarán importancia. Dirán, “nada, unos moros”. Si acaso alguno, añadirá, “¡pobrecitos!”, sin profundizar mucho en la injusticia que supone el cerrar o abrir las puertas, dependiendo del lugar del nacimiento. No vale la excusa del color de la piel, tan parecida a la nuestra. Son pobres. Esa es la única razón para el rechazo. Si la presencia policial hubiera sido por un robo, aunque no haya pruebas que lo evidencien, también afirmarían, “seguro que han sido unos moros”.

Resulta absurdo pensar en proteger nuestras fronteras cuando arrasamos con las suyas saqueando sus recursos, asfixiando a los países que están más al sur del sur del mundo con una deuda tan impagable como incobrable. Hasta el más humilde de los seres vivos, busca el sustento que se le ha arrebatado allá dónde éste se encuentre. No sólo es que no se pueda poner puertas al campo, es que no interesa. Nuestro frágil bienestar depende de ello.

Yo también he sido refugiado. Sé de la tristeza del exilio, tanto como del bálsamo que significa el abrazo que te acoge. Mi casa está siempre abierta. Pero no me dejaré engañar por la utilización de los sentimientos, ni hacia los unos, ni hacia los otros. Conozco bien para qué sirven. Hacia los unos, para señalar a un supuesto enemigo con el firme propósito de unirnos contra alguien, tan poco exento de barbarie como el que nos pide alinearnos a su lado. Hacia el que acude víctima del hambre, para convencernos de nuestra posición privilegiada provocando el miedo a un mundo justo e igualitario.

No sé muchas cosas, es verdad. Digo tan solo lo que he visto. Y, como el poeta, sé todos los cuentos.