El propietario de un grupo empresarial importante decide trasladarse con su familia a una vivienda de lujo ubicada en el más exclusivo barrio de Barcelona o de Madrid. Aunque puede permitírselo, prefiere no gastar mucho; ser rico no obliga a nadie a ser derrochador.

Dispone de una sociedad inmobiliaria familiar dedicada a la explotación económica, principalmente por medio del alquiler, de bienes raíces: garajes, locales comerciales, oficinas y viviendas. Él consta como titular de la totalidad de participaciones de la sociedad y su esposa como administradora única, o a la inversa. Así que la herramienta del ahorro ya existe.

Su esposa y él adquirirán la vivienda de lujo a nombre de la sociedad familiar. Se trata de un inmueble de segunda mano, por lo que la operación está exenta de IVA y debe tributar por Transmisiones Patrimoniales en la Comunidad Autónoma que corresponda. Pero al comprarla la sociedad mercantil, que podría afectarla a una actividad económica que posibilite la deducción de IVA, cabe la renuncia a la exención (al amparo del artículo 20.Dos de la Ley del Impuesto). Ello no les obligará a pagar IVA, dado que se deducirán la cuota que se les repercuta, y sin embargo sí les permitirá evitar el pago de Transmisiones Patrimoniales que no nos cabe eludir al común de los mortales. Por último, harán que su sociedad les alquile a ellos mismos la vivienda, para lo que redactarán un contrato en el que firmará en nombre de la sociedad arrendadora la esposa y nuestro protagonista como arrendatario o al revés. Tanto da.

Ahora consideren los beneficios. Disfrutarán de una vivienda de lujo por una renta mensual que pueden fijar con amplia libertad, siempre que no se les vaya la mano en lo barato o lo caro tanto como para que Hacienda determine un precio de mercado diferente a efectos fiscales. Sea como fuere, cuanto paguen serán aportaciones a su sociedad familiar. Tendrán la oportunidad de deducirse la compra en Impuesto sobre Sociedades, cuando los contribuyentes corrientes de IRPF no pueden disfrutar de deducción por adquisición de vivienda habitual desde 2013. Eluden el pago tanto de IVA como de Transmisiones Patrimoniales. Cabrá que se deduzcan también gastos de comunidad, si los hubiese, reformas, mantenimiento y hasta un porcentaje de amortización del coste del inmueble. Y, naturalmente, si hablásemos de una vivienda en Barcelona, se librarían del Impuesto sobre Patrimonio, el tributo más intensamente odiado por la mayor parte de los ricos de este país por razones no muy difíciles de entender.

Es éste un supuesto imaginario que no obstante podría encontrarse en la vida real cualquier inspector o técnico de Hacienda durante su labor cotidiana de comprobación y control del fraude. Y aun no siendo de diseño muy sofisticado, los condicionantes de plazos, pruebas y procedimiento hacen que no resulte tan sencillo como parece atajarlo. La Administración puede intentar eliminar la deducción de IVA, habida cuenta de que el inmueble se destina a un alquiler exento (esto es, se habrían deducido la cuota soportada al comprar a pesar de que luego no repercuten ni ingresan cuota alguna al alquilar, con lo que las arcas públicas pierden la totalidad del ingreso tributario). Se puede intervenir también sobre el Impuesto sobre Sociedades modificando el valor del contrato de arrendamiento al tratarse de una operación que se califica como “vinculada”. Esto último entraña un proceso de peritaje complejo y de resultado incierto. Y ante la liquidación de IVA alegarán muy probablemente que, si no se admite la deducción, habría de darse también por inválida la renuncia a la exención y dejar que la Comunidad Autónoma liquide Transmisiones Patrimoniales, lo que, dado el tiempo usual de los procedimientos administrativos y judiciales, comporta un riesgo cierto de prescripción.

Hay casos mucho más burdos. La compra de viviendas unifamiliares de vacaciones con piscina, cuya pretendida afectación a la actividad de la empresa se justifica con simulaciones tan descacharrantes como el arrendamiento del sótano para, digamos, un concesionario de vehículos industriales. El dueño de una cadena de restaurantes que se deduce una embarcación de recreo, asegurando que está “diversificando su negocio” porque ha cobrado por llevar publicidad en una regata. La constitución de una sociedad mercantil que se da de alta en comercio de ganado para poder deducirse el costoso mantenimiento de un caballo de carreras que un empresario se compra por puro capricho. Las deducciones por palcos en partidos de fútbol son una pelea constante con determinado tipo de contribuyentes. Y también por los coches de lujo que propietarios y directivos registran a nombre de sus empresas y que, por supuesto, destinan a su goce particular.

No es infrecuente que los tribunales les den la razón. Recientemente, el Superior de Justicia de Valencia reprendió con aspereza a los profesionales de la Agencia Tributaria por no haber reconocido la deducibilidad de un Rolls-Royce, un vehículo cuyo precio puede oscilar entre los 200.000 y el medio millón de euros, que una inmobiliaria afirmaba usar para visita de clientes. ¡Qué osada intromisión en la libertad empresarial! ¿Quién es la Hacienda Pública para decir a las empresas qué coche utilizan para ése u otro fin? Naturalmente, por nosotros, como si visitan a sus clientes en carroza de oro tirada por doscientos caballos. Sólo aspiramos a que no tengamos que pagárselo los demás contribuyentes.

Como tantas veces en España, se llama libertad de empresa a la desfachatez de pagarse negocios y placeres privados a costa del erario público.

Existe una visión demasiado simplista del fraude fiscal, que lo divide en exclusiva en un gran fraude multimillonario y en un fraude de menudeo y casi de subsistencia. Lo cierto es que hay colosales bolsas de fraude de empresas medias y profesionales, así como que los diferentes niveles de evasión fiscal se hallan mucho más interrelacionados de lo que parece.

Pero hay además un fraude particularmente obsceno, del que no se habla demasiado: el de quienes han decidido costearse con el dinero del resto de ciudadanos hasta sus más superfluos caprichos personales, aunque les sobren recursos para pagárselos ellos mismos. Se trata de un síntoma estremecedor de la bajísima catadura moral que aqueja a la élite económica del capitalismo español. No están dispuestos a contribuir ni con un céntimo al bien común. Es el reflejo palpable de aquella “máxima vil” que denunciaba Adam Smith y que otras veces he reproducido: “Todo para nosotros, nada para los demás”.

Técnico de Hacienda y Escritor