En las proximidades del 120 aniversario del nacimiento de Luis Cernuda, el 21 de septiembre, mucha gente, sobre todo en “su” ciudad, Sevilla, se apresta a celebrarlo. Sevilla, aquella ciudad atravesada por el ansia divisiva del primorriverismo que Luis Cernuda Bidón abandonó en 1928 para no regresar nunca más a ella.

Y no pocos preparan esa efeméride desde una óptica “positiva”, como ahora se dice, confundiendo quizás, en algunos casos, lo positivo con la presentación de una imagen asequible, cómoda, producto en todo caso de la melancolía y el olvido abstracto. Pero no, todo era muy concreto en Luis Cernuda, como los fantasmas académicos y políticos que lo hicieron abandonar Sevilla y, más allá, España, en 1938, para convertirse en un exiliado profundo. Otros muchos regresaron, a veces a regañadientes (Max Aub pronunció aquella frase terrorífica al ver el estado de desmemoria y liquidación: “He venido, pero no he vuelto”), pero él no aceptó las propuestas que se le hicieron, respondiendo de forma desabrida, como lo hizo en 1962 a la petición de Salvador Moreno: “No he pensado jamás, ni pienso, en volver por ahí. Good riddance!

Que se pudran, era su sentencia, dando la explicación definitiva, otra vez la misma, como desde el principio de su exilio, en su poema Díptico español: “La real para ti no es esa España obscena y deprimente/ en la que regentea hoy la canalla”.

Cernuda, en la recta final de su vida, en ese México de las alturas que acabaría parando su corazón enfermo y solitario, culmina la redacción de dos de sus libros concluyentes, en los que confirma sus demonios y no acepta las palmadas amistosas de un final feliz que lo redimiría de tanta soledad y olvido programado por otros. Me refiero al texto teórico Memorial de un libro, donde reivindica toda su “raridad” poética, frente a los que habían criticado su poesía como envarada y falta de aliento “porveniristra” (como llegó a decir el granadino Ayala), y a su última entrega poética Desolación de la quimera, libro escrito entre 1956 y 1962 y que ya, desde el propio título, señala su malestar irredento, su tristeza insobornable.

Tras su paso por la Universidad de Toulouse, Cernuda se instala en Madrid en 1929, residiendo en la capital hasta 1937, en que se traslada a Valencia, culminando, con la salida del PCE y de España, sus años de lealtad y militancia, que ha resumida como nadie María Teresa León en Memoria de la melancolía: “No parecía muy feliz entonces. ¿Lo fue luego? Cuando estalla la guerra de España nadie tuvo que pedir a Cernuda certificado de lealtad porque estaba al cien por cien con nosotros… Hubo unos años en que él creyó en su salvación junto a la salvación de los seres pequeños, de los sin nombre, de los innumerables, de los que se levantaron en armas al sentir atacada hasta su pobreza. Luis Cernuda, valientemente, dejó un día la Alianza de Intelectuales de Madrid para irse de soldado al Batallón Alpino. Ninguna de estas cosas veo nunca en sus biografías…”

En 1933 Cernuda había trabajado en las Misiones Pedagógicas, donde se identifica de forma intensa con la gente de la España profunda (“¿No es posible aligerar, dilatar la rígida y mezquina vida española?”). “Disolución” solidaria que no deja de expresarse poéticamente en aquellos días de 1934, a través, por ejemplo, de su inmenso poema Soliloquio del farero, escrito el mes de agosto en Olvera: “Soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los/ hombres./ Por quienes vivo, aun cuando no los vea;/ y así, lejos de ellos,/ ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,/ roncas y violentas como el mar, mi morada,/ puras ante la espera de una revolución ardiente”.

ESPAÑOL SIN GANAS QUE VIVE LEJOS DE SU TIERRA

La cronología del exilio de Cernuda, que resume María Teresa León, se inicia a principios del 39 en Inglaterra, como profesor de la Universidad de Glasgow. Del 43 al 45 fue lector de español en Cambridge, y hasta 1947 profesor del Instituto Español de Londres, siendo docente en Massachusetts hasta 1952, en que se instala definitivamente en México, aunque su primera estancia en este país data de 1949. Cernuda no fue dejando precisamente amigos a su paso, y algunos de ellos describen la radicalidad del poeta, que parecía vivir las relaciones humanas como alguien al que le han arrancado la piel.

En 1947 ya está en los Estados Unidos, en un estado personal siempre atravesado por la extrañeza, aunque en el verano de 1949, al descubrir México, parece que se le abren las puertas del paraíso, optando de manera consciente no solo por las formas, sino también por la gente: “Qué ciego fui tratando de guardar mi máscara anglosajona (le escribe a Salvador Moreno), que no me va y se me cae continuamente”. Y resuelve su futuro enfrentando al norte (rico), con la miseria cotidiana del sur mexicano: “Oh, gente mía, mía con toda su pobreza y desolación, tan viva, tan entrañablemente viva”.

Hasta junio de 1962, ya viviendo (y muriendo) en México, forma parte del Departamento de Español del State College de San Francisco. En esta etapa culmina Desolación de la quimera, donde recoge poéticamente la renegación más dura y la confirmación de que su exilio es doble, ya que está fuera de su país natal y, además, no tiene ningún deseo de regresar.

Soy español sin ganas,
que vive como puede bien lejos de su tierra
sin pesar ni nostalgia. He aprendido
el oficio de hombre duramente,
por eso en él puse mi fe. Tanto que prefiero
no volver a una tierra cuya fe, si una tiene, dejó de ser la
mía.

Pero donde quizás vuelque Cernuda todo su dolor y su ira sedimentada, ira y renegación, es en su último poema, donde acerca crudamente el foco a su dolor más hondo e inicial, y quizás por eso lo titula A sus paisanos, con los que vuelve a romper y a quienes acusa incluso de haber creado la leyenda dura que ha arrastrado durante toda su vida, como un personaje extraño, descolgado de la simpatía del mundo.

No me queréis, lo sé, y que os molesta
cuanto escribo. ¿Os molesta? Os ofende (….)
Algo os ofende, porque sí, en el hombre y su tarea.

Quizás habría que reconocer que una de las tragedias íntimas de Cernuda es no saber perdonar, no poder, sobre todo cuando sus paisanos siguen dispuestos a herir y a programar el olvido del poeta. Por eso él se prepara para la batalla definitiva contra el olvido con la mejor arma que tiene: la poesía.

Contra vosotros y esa vuestra ignorancia voluntaria,
vivo aún, sé y puedo, si así quiero, defenderme.
Pero aguardáis el día cuando ya no me encuentre
aquí. Y entonces la ignorancia,
la indiferencia y el olvido, vuestras armas
de siempre, sobre mí caerán, como la piedra.

Cernuda sabe, en definitiva, que ha perdido la batalla de su propia imagen, pero quizás sabe también que, como ha sabido y querido defenderse, ha ganado su batalla contra el olvido, alcanzando la posteridad, aunque muy poca gente, casi nadie, le acompañara en su último viaje hasta el Panteón Jardín, donde yace en una tumba cercana a la de Emilio Prados.

Y allí debe seguir el poeta, Luis Cernuda Bidón, evitando que nadie le reconcilie con la Sevilla eterna, al margen de homenajes de Estado y relecturas para incluirlo en la norma y en la normalidad.