Cuando presenté Rojas. Relatos de mujeres luchadoras, Utopía, 2016 (primer libro de mi trilogía sobre mujeres luchadoras) en la librería Arriero de Torrejón, Francisco Arriero y Ana Mata me dijeron que tenía que escribir un relato sobre Dulcinea Bellido. Y me hablaron de ella. Ambos se mostraron fascinados por la figura política, social y humana de Dulcinea Bellido Carvajal, a la vez que pesarosos por el terrible silencio sobre su figura, una mujer que fue tan importante en la lucha clandestina contra el franquismo, que supo aunar lo político, lo social y el feminismo de clase en una sola lucha. ¿Cómo es posible que hubiera pasado tan desapercibida?
A los pocos días de mantener con ellos esta conversación, le comenté a mi madre, curtida luchadora comunista y antifranquista si ella conocía a Dulcinea Bellido. Y la conocía, claro que la conocía, ambas habían militado juntas en el PCE y en el MDM, y me habló de Dulcinea en unos términos similares, ensalzando su figura y quejándose del trato que le dieron como mujer.
Decidí escribir sobre ella. Mantuve una larga entrevista con Daniel y con Violeta, sus dos hijos. También me habló de ella y del MDM Merche Comabella. Me interesaba su parte política, pero sobre todo me interesaba ella, cómo se sintió ella, su parte humana. Por aquellos días, era la primavera de 2017, Daniel estaba enfrascado en intentar pasar a digital el contenido de una misteriosa cinta de video de una sola bobina que pertenecía a su madre. Esa cinta contenía una película de Margaretta Hejlm, titulada Mujeres en lucha –que emitió la tv pública sueca en dos capítulos hacia 1976– y que retrataba la lucha feminista en España contra el Franquismo. Dulcinea Bellido es una de las protagonistas de esa cinta. Daniel me pasó la parte en la que salía su madre y me ayudó mucho a entenderla, a componer el relato que publicamos a continuación en las páginas de Mundo Obrero.
Esta es mi visión personal sobre una mujer a la que admiro, que no merecía ser apartada ni el manto de silencio que se extendió sobre su figura.
Afortunadamente las luchas por la restitución de la Memoria Democrática están dando sus frutos y por fin conocemos las vidas de mujeres luchadoras tan relevantes como fue Dulcinea Bellido Carvajal. Me alegra mucho que su pueblo natal, Valencia del Ventoso, Badajoz, le rinda homenaje el 11 y 12 de marzo y que se descubra una placa en su nombre.
Este relato forma parte del segundo libro de mi trilogía sobre mujeres luchadoras, Rojas, violetas y espartanas. Mujeres en lucha, Utopía, 2018.
LAS UVAS DE DULCINEA
Se sabe sola. Sola y sin sus uvas. Otra vez sin uvas. Completamente sola. Exiliada de su propia vida. De esa vida dulce de amor que vendría cuando él recuperara la libertad. Libertad. Se sabe usurpada de allí, de su propio corazón, de un lugar que era suyo, que había estado construyendo durante toda una vida, durante años, veintitantos años asistiendo sus necesidades de preso, posponiendo las necesidades propias, de ella misma, sus necesidades de mujer, ¿dónde quedan?, ¿le importa a alguien?
Se sabe sin calor, sin azúcar. Sin caricias, otra vez sin caricias. Veintitantos años deseando caricias, el calor del tacto, anhelando sentir la piel propia, la intimidad del aliento compartido. Cuando por fin tenía el racimo de uvas encima de la mesa, todo para ella, se lo han vuelto a arrebatar.
–No, Dulcinea, niña, las uvas no se tocan, no son para ti– le vuelve a decir esa voz agria que robó su niñez con una sola frase, como salida de ultratumba, que a veces se reproduce en su cabeza pasada por un tamiz de arena, como una cinta mal grabada.
Se sabe incomprendida. Apartada. Incluso despreciada. Con ese tipo de desprecio que se aplica a las mujeres a las que se califica de locas.
–Se ha vuelto loca –dicen ellos–. Dulcinea no está en sus cabales.
–Parece mentira, una mujer como ella, y que no lo acepte –dicen algunas–. Porque algunas de ellas también lo dicen, algunas compañeras de lucha lo dicen, aunque en el fondo de sus cerebros calculen el tamaño de esa nube negra si les hubiera sucedido algo así, tan injusto y tan brutal.
–La vida cambia, esta mujer no sabe adaptarse –agregan otros–.
Se ha vuelto loca, loca, loca…piensa él también. Su marido, ese dirigente inmaculado, admirado, un hombre sufrido, un héroe de la clase obrera, un luchador que ha padecido tanta cárcel…tantísimos años de cárcel, …realmente él se merece todo, porque ha pasado las de Caín, ella tendría que comprender…tendría que perdonar, tendría que aceptar…¡¡que callar, tendría que callar!!
Y todos le arropan, le comprenden. Y ellos y ellas se compadecen de este hombre que está sufriendo tanto.
–Pobre Luis, hay que ver lo que está pasando Luis –repiten–.
Y él se deja, se apoya en todos, en ellos y en ellas, en los camaradas y en las camaradas, porque hay que ver lo que ha padecido el pobre Luis, tantos años de cárcel…y ahora esto… lo que le queda…porque ella, Dulcinea, ella no lo entiende, está fuera de sí, fuera de sus casillas, enajenada, loca, loca, loca…y, sobre todo, Dulcinea no lo acepta.
Nadie piensa en ella, en Dulcinea. Una mujer que lo ha dado todo por él. Y por los hijos, y por él, sobre todo por él. Por él y por la causa. Que le ha seguido por las cárceles de España, que ha conocido el país a través de sus cárceles, turismo carcelario, a eso ha dedicado su vida, a seguirle a él y a cuidar de sus hijos, a poner su cuerpo y su inteligencia para él, y siempre con ánimo, con fuerza, que parecía que Dulcinea era de acero, una mujer de acero, incansable y luchadora como ninguna.
Ella y Carmen, la mujer de Simón, las dos de la mano, construyendo lazos invisibles, pero fuertes como los cables de fibra, organizaron toda una red de amparo a los presos políticos españoles, ofreciendo calor y compromiso a todas las mujeres de los presos y a las familias, juntando manos y ojos y bocas y oídos, juntando fuerzas para que se supiera en todo el mundo que las cárceles de España estaban cuajadas de presos políticos, que Franco torturaba y que mantenía en sus cárceles a miles de personas cuyo único delito era pensar distinto y exigir democracia y libertades.
Dulcinea, una mujer fuerte y con las ideas bien claras, y con arranque organizativo, con criterio, con decisión, valiente.
Porque Dulcinea era muy valiente, nada se le ponía por delate. Desde niña era valiente. En una ocasión le clavó una aguja de hacer punto a un acosador por la rendija de la puerta mal encajada de la chabola en la que vivía. Ese hombre la perseguía. En cuanto se percataba de que Dulcinea estaba sola, acudía a decirle barbaridades por los huecos de la puerta y a empujar a ver si la forzaba. Dulcinea no tenía ni quince años. Se armó de valor y le clavó una aguja bien profunda en un muslo. Se fue aullando y no volvió más.
Así era ella. Decidida y valiente. Un árbol recio, resistente, hasta que sucedió aquello. Esa estafa vital, esa traición. Le ha fallado todo a la vez, todos sus pilares se han venido abajo a la vez. Su marido y el Partido. El Partido y su marido.
Su marido la apartó. La cambió por una mujer nueva, joven, muy joven y nueva, una mujer distinta para iniciar la vida de fuera de la cárcel, una mujer joven, que le atiende y no le plantea problemas.
El Partido la apartó.
–Es una dirigente vieja, gastada –dicen ellos, los mismos dirigentes comunistas viejos y gastados de verdad que no saben mirarse a sí mismos, pero son capaces de juzgar a una mujer hasta hacerla picadillo con patrones que no aplican para ellos–.
Con 40 años, ¿una dirigente gastada y vieja?
Eso afirman sobre ella. Que solo tiene 40 años y que es una líder brava, con arraigo en el movimiento feminista que camina y en el movimiento asociativo vecinal, que a Dulcinea la conoce mucha gente de los barrios de Madrid, y la aprecian, saben de su trabajo incansable y de su fuerza, de su lucha constante. Pero el Partido prefiere a Luis. Porque Dulcinea para ellos no es más que una mujer, una mujer que se ha salido del carril, una mujer que reclama su lugar, su espacio, su dignidad.
Y se sabe fuera de los dos círculos sobre los que gira su vida. Dos círculos que se han cerrado de forma inexplicable casi a la vez.
Qué le queda a ella de esos veintitantos años de lucha incansable, qué le queda a ella de esos años siguiendo a Luis de cárcel en cárcel…a parte de los hijos, ¿qué le queda a ella?
–Busca en tu cabeza, ¿qué te queda?, Dulcinea, ¿qué te queda? –se pregunta mermada de fuerzas para intentar entender, con el ánimo hundido en un hoyo profundo, en el que las raíces del árbol fuerte que era se queman sin remedio, se desintegran sin respuestas, se rompen como las alas frágiles de los gorriones aplastadas por una bota militar.
–Tres carpetas atestadas de cartas, me quedan tres carpetas atestadas de cartas –se repite para oírse, para llenar su cabeza de realidad, de una realidad que golpea su estómago con la fuerza del puño de un campeón de los pesos pesados. ¿Solo eso, tres carpetas con sus cartas? Veinte años de relación epistolar, cada vida escalando la madurez de forma paralela, sin ni siquiera tocarse del todo a través de las palabras, porque las cartas eran leídas previamente por los funcionarios de prisiones…y lo que allí está escrito responde a una autocensura impuesta y necesaria para que el papel traspase la frontera de la prisión.
Alguien se ha preguntado alguna vez los costes para la vida de ella, tantos años de cárcel para él, sí es verdad, que el sufrió un confinamiento atroz, brutal, exagerado, pero también para ella, que lleva la cárcel cosida a su garganta como una camisa rígida convertida en faja, que ha mantenido su cuerpo cerrado a las caricias durante tantísimos años, que parecen siglos en su piel. Su cuerpo a cal y canto. Su cuerpo auto castrado. Ni para él, ni para nadie, ni mucho menos para ella misma. Ella, una mujer joven y saludable, hermosa como una luna de abril, de tez oscura como la tierra, plena, y leal como el sol que sale cada día para bañar el mundo con su luz. Ella siempre ha estado ahí, en cada día de cárcel, en cada día de ausencia, que han sido miles de días…tantos días que compusieron miles de años de ausencia de caricias en su cuerpo, en el cuerpo de una mujer joven, que tuvo la dicha de probar las uvas…probar las uvas…tantas veces pensó en eso, en las uvas de su infancia…y ahora en su madurez, vuelven las uvas prohibidas, las uvas malditas, las malditas uvas, ¿son las mismas uvas?…esas que al final nunca fueron para ella. ¿Nunca va a tener derecho, Dulcinea, a comerse todas las uvas?
Y de ella, ¿de ella no se compadece nadie? ¿Y la historia? ¿Se acuerda de ella la historia? ¿Acaso el nombre de Dulcinea Bellido ha quedado sepultado bajo una losa de adjetivos manchados de silencio o de falta de juicio, que se aplican a las mujeres que no se conforman? Porque es sobre todo a ellas a las que descalifican como «las locas» cuando se salen del carril que otros marcan. Siempre tiene que haber alguna «loca» que incomoda.
Las incomprendidas son las que no se conforman, las que pelean, las que se quejan, las que batallan, las que reniegan, las que declaran en voz alta las injusticias que se cometen, y no se callan, y gritan y sacan de sus entrañas las afrentas arañando los rostros y las manos de lo que está establecido. Y eso incomoda, revuelve la mesa bien puesta de lo establecido, hace que los tenedores se claven en el mantel para contener a las cucharas, que pretenden dedicarse a algo más que ser un recipiente para transportar el caldo caliente. Si las cucharas deciden tirar el vino rojo sobre un inmaculado mantel blanco, es tan incómodo que para quitar la mancha hay que rasgar la tela. Una mujer que no se calla y que protesta a gritos es así de incómoda. Y Dulcinea fue muy incómoda. Primero fue incómoda para el régimen. Después fue incómoda para su marido. Más tarde fue incómoda para su Partido. Dulcinea se reclamaba, y tenía derecho a ello, tenía derecho a reclamarse.
¿Quién es ella? ¿Quién fue Dulcinea Bellido? Las crónicas de aquellas que aman las luces de la memoria dicen que Dulcinea fue una batalladora incansable por los derechos y las libertades de los hombres y de las mujeres que habitaron su espacio y su tiempo. Desde que era prácticamente una niña, tenía diecisiete años cuando entró a formar parte de las Juventudes Comunistas, allá por 1953, ya tenía una conciencia muy sólida sobre quién era, sobre las injusticias que la rodeaban y sobre el mundo que habitaba.
Dulcinea Bellido nació en 1936 en Valencia del Ventoso, un pueblo deprimido y agrícola de Badajoz, en una familia muy humilde que había perdido una guerra. Una guerra cruel, llena de muertos cercanos y conocidos, con nombres y apellidos, muertos y muertas maltratados, reventados en las cunetas de la frontera del pueblo para advertir, para asustar, para acorralar las ganas de cualquier rebeldía y atar las lenguas, las manos y los pies de una vez por todas y para siempre. Dulcinea guardaba en su cabeza la memoria de una muerte horrible, de un asesinato gratuito y cruel, de esos que se hacían por usura.
«Se quiso matar tanto, que se mataba gorriones», le contó a su hijo Daniel una vez. Le relató un suceso que ella transmitía bajito, muy bajito, entre susurros a media voz, tal y como lo había escuchado desde niña. Uno se esos gorriones asesinados fue una muchacha de su pueblo, una niña recién estrenada a la vida que se fugó con un miliciano lleno de luz y de esperanza. Los cazaron en un camino no demasiado alejado del pueblo, dormidos y rendidos sobre la tierra por el cansancio. Los apalearon, los arrastraron y los asesinaron con saña, allí mismo, al borde del camino, donde quedaron sus cuerpos expuestos como una señal. Dos gorriones a los que resolvió de un plumazo la Victoria. Eso era la Victoria, así aprendió Dulcinea lo que significaba esa palabra: Victoria. Así aprendió quién era y lo que significaba perder una guerra. Nunca lo olvidó.
La miseria puso a trabajar a Dulcinea en una finca a los ocho años. Una casa solariega en la que Doña Concha, la señora de la casa, le dejó bien claro desde el primer día, cuando le dolieron los dedos castigados, el lugar que ocupaba en el escenario de la vida Dulcinea Bellido, ella y los de su clase.
–¡Qué atrevimiento! –bramaba Doña Concha–, ¡qué descaro! Pero, ¿es que no te han enseñado nada muchacha? –le gritaba mientras le daba en la punta de los dedos con un palo– así no se te volverá a ocurrir coger nada sin permiso.
Le dolían los dedos, pero más le dolía el amor propio. Y el hambre. El hambre sí que dolía. Era una estaca calvada dentro del estómago desde el amanecer hasta la noche. El hambre obsesiva, que no dejaba pensar, ni dormir, ni descansar. El hambre que la habló al oído y le susurró:
–Coge las uvas Dulcinea, cógelas, están ahí para ti.
Una fuente de frutas frescas adornaba la mesa de la cocina. Manzanas rojas, brillantes peras color limón, brevas berenjena a punto de estallar y un magnífico racimo de uvas que gritaba con orgullo la dulzura de cada una de sus perlas. Y el hambre que daba vueltas alrededor de la cabeza de Dulcinea, el hambre susurrante, coge las uvas, coge las uvas…A Dulcinea se le salían los ojos de las órbitas contemplando esa fuente de alimento al alcance de su mano. Nunca había visto nada igual. En su casa se comía algo de tocino cuando había suerte, algún mendrugo y cardos cocidos un día tras otro. Pero no había uvas como perlas, ni manzanas rojas, ni brillantes peras color limón, ni brevas berenjena a punto de estallar…por eso se atrevió, cogió tres uvas y se las comió.
De adulta rememora mucho aquella escena, que la marcó tanto. Y que se vuelve a repetir como un carrusel infinito y ciego en su propia experiencia vital.
En los ojos de Luis Lucio Lobato volvió a ver las uvas al alcance de su mano. Por primera vez con diecisiete años. Las vio allí dentro, rebosantes de azúcar en sus ojos, y las anheló de nuevo.
–Mira las uvas Dulcinea, están ahí en el fondo de los ojos de él, de Luis– murmuraba su cabeza. Un luchador clandestino, heroico y bello. Luis tenía catorce años más que ella. Le conoció en el curso de una reunión clandestina de la mano de un camarada que organizaba la célula del PCE de la Ventilla, el barrio de chabolas al que Dulcinea llegó con sus padres con tan solo 12 años, y sintió por él una admiración profunda desde el primer momento. Admiración que se convirtió en amor real, intenso, leal…hacia un hombre hecho, curtido, que conquistó a esa chiquilla de diecisiete años para el resto de la vida.
Y la vida de Dulcinea dio un giro. Un giro peligroso y aventurero, un giro de luchas justas pero sembrado de riesgos ciertos, que la hicieron crecer como mujer y fortalecerse a base de pérdidas, de ausencias y de estragos. A base de parir dos hijos y criarlos ella sola, dos hijos concebidos durante dos breves estancias fuera de la cárcel de Luis, un preso político de larga duración, Violeta y Daniel.
Comenzó a participar en regadas de propaganda con Luis y se casaron muy pronto. Nueve meses después del enlace, cuando Dulcinea tenía 20 años los detuvieron a los dos juntos. Era 1956. A partir de entonces quedaron marcados. El 1959 Luis volvió a ser detenido junto a Simón Sánchez Montero, ingresando ambos en el penal de El Dueso, con una larga condena. Para Dulcinea y para Carmen, la esposa de Simón, comenzó un duro periplo por las cárceles de El Dueso, Santander, Soria, Segovia, Zamora y Madrid. Un periplo de torturas, de palizas y de confinamiento largo, tan lago que ellos son los dos presos comunistas que más tiempo estuvieron encarcelados.
Dulcinea y Carmen se convirtieron en las enlaces del PCE para la organización de las mujeres de los presos y para canalizar toda la ayuda que ellos necesitaban.
Dulcinea tenía una cabeza muy creativa, lúcida, y no se quedó solamente en esta lucha por el bienestar de los presos. Dio más pasos. Ella era muy inquieta y amaba la lectura. Comenzó a frecuentar círculos intelectuales y junto a otras activistas fundó el Movimiento Democrático de Mujeres, una organización a la que el PCE dio cobertura, porque el Partido estaba interesado por la cuestión femenina.
Dulcinea se convirtió en la líder indiscutible de ese movimiento de mujeres hasta que llegó la democracia. Combinaba con pasión el activismo político de la lucha contra el franquismo y la atención a los presos con sus ansias de emancipación como mujer, dando cada vez más pasos hacia un incipiente feminismo que la fue transformando y la fue dotando de una rebeldía aún mayor si cabe. De alguna manera Dulcinea fue una visionaria, se adelantó a su tiempo, contemplaba las luchas como una red, como un entramado necesario que es más efectivo así, tejiendo lazos, lazos de solidaridad, de entendimiento, de empatía.
Entendía que las luchas contra el franquismo pasaban por las luchas de las mujeres y por la organización de estas en los barrios, donde se podía abrir una grieta bien profunda para minar el muro de la dictadura. Batalló como ninguna otra líder, ni ningún otro líder, para conseguir abrazar a las mujeres más progresistas y arrojadas dentro de las organizaciones de amas de hogar, ya existentes y amparadas por el régimen, para penetrarlas, coparlas y que sirvieran realmente para reivindicar mejores condiciones de vida en los barrios.
Dulcinea creció como un árbol recio, como un Olmo fuerte, con profundas raíces ideológicas. Llegó a ser miembro del Comité Central del PCE y se convirtió en una referente tan potente, que en la candidatura al congreso de 1977 por la ciudad de Madrid ocupó el cuarto puesto de la lista en una primera ronda, aunque, posteriormente fue desplazada al sexto lugar, lo que hizo que no saliera elegida diputada.
Lo que vino después sangra de pura injusticia. Su marido la aparta por una mujer joven, un año escaso después de salir de la cárcel, con la que funda otra familia. El Partido la aparta por otras personas nuevas, porque ella es una dirigente vieja, dicen, con viejas formas y vieja escuela. Es desahuciada de sus círculos con cuarenta años. Solo cuarenta años.
Cuando Dulcinea se piensa, se intenta comprender, se analiza, no es capaz de construirse de nuevo. El árbol se tambalea en medio de un terremoto de abismos vitales que succionan sus raíces y las trituran sin remedio. Y comienza una lenta agonía. Una zozobra rutinaria se apodera de ella.
Dulcinea estuvo quince años muriéndose. Quince años preguntándose por qué, quince años viendo ese racimo de uvas ocupando un espacio en su cabeza, el espacio de su niñez cercenada a golpes y el espacio de su madurez castrada, expuesto encima de la mesa sin poder tocar ni una de sus perlas.
Dulcinea se sabe sola, se sabe apartada. Expulsada de todos sus círculos de arraigo de repente. Vomitada por una norma no escrita que aparta a las mujeres incómodas, a las rebeldes, a las que reclaman un espacio propio, a las que exigen poder comerse las uvas hasta el final, todas las uvas, porque es su derecho. Ella peleó por sus uvas. Eran suyas. Se las arrebataron. Se las robaron. Al menos eso debería quedar escrito para hacer un poco de justicia con la historia.



