Abro uno de los últimos libros publicados por la editorial Las afueras sin saber muy bien qué voy a encontrarme. La portada, la autora, las pocas líneas de la contracubierta… Corea, vejez, cuidados, contradicciones, precariedad, homofobia. Me convence.

Dos generaciones, madre e hija, en una ciudad asfixiante. Es verano y el asfalto de las calles arde. Es verano, el asfalto de las calles arde y en la casa de la protagonista y narradora (viuda de unos 60 años) ya no caben más inquilinos. En efecto, están todas las habitaciones ocupadas, las de arriba y las de abajo. No hay otra forma de llegar a fin de mes… ¿Las últimas en llegar? La hija y su pareja, su novia. Sí, n-o-v-i-a, una palabra que jamás saldrá de la boca de la madre, porque es inconcebible, porque no se puede, porque es anormal, porque qué vida es esa, porque ya está bien, tienes 30 años, búscate un marido, consigue otro trabajo, forma una familia, haz algo de provecho para ti y para la sociedad.

Dos generaciones y su choque, el choque de una madre y de una hija que no se encuentran; una relación marcada por la distancia y el silencio fruto de la decepción (yo no te eduqué con tanto esfuerzo y sacrificio para esto, por un lado; esto no va a cambiar, acepta la vida que tengo, por el otro). El contraste entre ellas es continuo, como lo es la contraposición (más dolorosa) entre las formas que adopta la madre y protagonista en su trabajo como auxiliar de geriatría (el trato, la disposición, la empatía) y el cambio abrupto de estas formas al abrir la puerta de casa y enfrentarse a la realidad de una hija que no ha cumplido ninguna de sus expectativas. Y, en el centro, la vulnerabilidad de los cuerpos y las dinámicas de precarización de la vida. Los conflictos internos del personaje se te meten bien adentro en un vaivén que va del rechazo a la comprensión, del mismo modo que la protagonista bascula entre el amor hacia su hija y el repudio, entre la decepción y la responsabilización.

La tensión estalla, claro, pero lo hace despacio, sin grandes aspavientos, sin el drama de la película del sábado por la tarde. Sobre mi hija es una novela que te mantiene perpetuamente en la tensión de esa conversación en la cocina entre la madre recientemente viuda de As bestas y su hija; un texto duro, que golpea, sí, pero poco a poco, unas veces más fuerte, otras más suave, sin parar, hasta el final, pum, pum, pum; un relato casi sin argumento, podríamos decir, demoledor, porque demoledor es el filtro de los ojos de la madre, aunque demoledor es asimismo lo que esta ha de ver diariamente en el geriátrico; un artefacto literario construido con apenas personajes y tan solo dos espacios significativos, que son los espacios de contraste, la residencia de ancianos y la casa, el trabajo y la vida, lo público y lo privado. Y, en el centro, las dinámicas de precarización.

He dicho ya dos veces que en el centro de la novela se encuentran las dinámicas de precarización porque la precariedad de las vidas y la vulnerabilidad de los cuerpos está ahí, presente y palpable, todo el tiempo. Y no solo porque la mujer trabaje en un geriátrico y el capitalismo voraz se trague sin masticar también a esos cuerpos demenciados sobre las camas reduciendo costes, obligando a reutilizar pañales y recortando personal. Sino porque, además de eso, de la precarización de nuestras vidas pende el grado de nuestra vulnerabilidad. Somos cuerpos vulnerables, podemos morir en cualquier momento. Sin embargo, las condiciones materiales (que no son solo las económicas…) influyen: hay cuerpos más vulnerables que otros. Somos cuerpos vulnerables y la vulnerabilidad de nuestro ser material (carne y hueso) se manifiesta en su radical obviedad con el paso del tiempo. ¿Y la dignidad? La vejez, la degradación, la vergüenza… Y los cuidados (o su falta). Como si de la diarista de Clavícula, de Marta Sanz, se tratara, la narradora de Kim Hye-jin sostiene que “cada vez hay menos lugares donde pueda sentirme segura, como si me hubiera convertido en un pedazo de papel que se va doblando cada vez más hasta desaparecer por completo”. El papel doblado hasta su desaparición. El miedo, el dolor, la soledad: la ubicación en los márgenes del tiempo. Por eso lo que a la protagonista le inquieta no es la muerte, sino la vida. Una vida en la que no vivimos, más bien, sobrevivimos, luchando por mantenernos a flote…

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