“Quiero juegos más cortos y con peores gráficos, hechos por gente a la que se paga más por trabajar menos y no estoy de broma”. Este alegato, publicado en 2020 en Twitter por el podcaster estadounidense Jordan Mallory, se viralizó rápidamente como un enunciado imprescindible para reflexionar sobre el medio del videojuego en tiempos recientes. ¿Qué nos lleva a reclamar juegos que ocupen menos tiempo y que se vean menos espectaculares técnicamente?

La evolución tecnológica del software reciente ha obligado a la industria a desarrollos cada vez más complejos y al aumento del equipo humano de los grandes lanzamientos (los llamados Triple A). Ante su necesidad de seguir entregando títulos en plazos lo más cortos posible se ha normalizado en la industria el llamado crunch: explotación laboral extrema destinada a exprimir al máximo a los profesionales del sector. E incluso estas jornadas esclavistas no pueden evitar en ocasiones el lanzamiento de productos de rendimiento deficiente.

Esta obsesión con un aspecto cada vez más “realista” parte de la necesidad de justificar la frecuente renovación del hardware de juego, una inversión que perjudica principalmente al jugador. Pero, por otro lado, sirve a la voracidad de los grandes estudios con el lanzamiento de juegos muy parecidos entre sí para los que el único elemento diferenciador es esa “mejora gráfica”. Cuanto menor es el progreso de la tecnología mayor es el énfasis en los detalles visuales que legitiman la compra de remakes y nuevas entregas de sagas explotadas hasta la extenuación. Todo dirigido al masivo consumo de recursos propio de un capitalismo ecocida.

Si esta fijación con “los gráficos” encarece los grandes lanzamientos, también perjudica a los juegos independientes. De manera directa, al fijar en el imaginario colectivo una exigencia visual que no todos los estudios pueden ni quieren alcanzar; pero también de forma indirecta, porque a un mayor coste de los videojuegos son menos las opciones que el jugador podrá adquirir. Así, los pequeños estudios entran en una competición brutal por lograr destacar su producto en medio de una oferta mayor que la que el promedio de los jugadores puede asumir.

Con este sobrecoste llega también la otra obsesión del mercado reciente: la duración de los juegos. Si la inversión es alta y el número de juegos que puedes adquirir es escaso, el tiempo de diversión que ofrecen es un gran valor. En los últimos años muchos de los juegos más populares garantizan entre 25 o 50 horas mínimo, cuando una década atrás los juegos más célebres precisaban de entre 15 y 30 horas para completar la historia, según los datos de la web HowLongToBeat. Este aumento de la duración es un arma de doble filo, pues un juego más largo conlleva casi siempre un mayor trabajo de desarrollo y, por tanto, más costes. Un círculo perfecto que también afecta a los estudios pequeños e independientes.

La solución que ha encontrado el videojuego indie ha sido la proliferación de mundos procedimentales donde prima la capacidad de pasar horas jugando sobre la calidad de cada uno de los escenarios individuales, que son creados de forma automatizada. El auge del género roguelite ha sido el recurso de muchos estudios para ofrecer juegos incluso infinitos,dando lugar a un espacio creativo menos diverso y derivando en juegos más rutinarios o con mecánicas alienantes.

Sesgo clasista y patriarcal y alternativas

Esta problemática nos dirige directamente a la cultura gamer, conflictiva etiqueta y uno de los campos de batalla preferidos de la extrema derecha reciente. ¿Quién dispone de tiempo para disfrutar juegos tan largos? Habitualmente hombres jóvenes con escasa responsabilidad doméstica y familiar y una capacidad económica para afrontar (y aprovechar) la inversión. Es un sesgo clasista y patriarcal que explica, por ejemplo, el desprecio en el entorno gamer de los juegos de gestión de tiempo, el género más popular en plataformas más democráticas como el smartphone y con un público feminizado.

Esto aplica a otro habitual de los videojuegos más populares: el videojuego multijugador. Este tiene su propio ecosistema, aún más masculinizado y excluyente, donde se normaliza el acoso y la violencia verbal contra quien no tiene el tiempo suficiente para perfeccionar su habilidad. Todo potencia valores capitalistas (meritocracia, cultura del esfuerzo, jerarquías de poder y legitimación del abuso al débil) que también presentan su cara más virulenta cuando se combinan con la misoginia.

Sin embargo, este no es el único camino. El colectivo de desarrolladores Sokpop ha estado años manteniendo un Patreon a través del cual entregaban un título nuevo cada mes. Juegos rápidos, normalmente con una rejugabilidad limitada y con un aspecto gráfico algo tosco. Y ocasionalmente, como en el caso del juego de cartas Stacklands, logran destacar. Sin olvidar que, lejos del aspecto Triple A y basado en una experiencia multijugador constructiva, Minecraft ha sido uno de los títulos más revolucionarios para el medio antes incluso de su creador se convirtiera en un pez gordo de la industria. Hay espacio y ganas para otro futuro.

El objetivo debe ser explorar más posibilidades del medio, democratizar el acceso a los videojuegos, reducir la rueda de consumo de hardware (empeorada con el auge reciente del criptominado), jugar más con menos coste económico y vital. Y de paso, unas condiciones de trabajo dignas dentro de los estudios que crean nuestros videojuegos. No, no estamos de broma.

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