Me llama un amigo, viejo compañero de lucha y exilio, de quien hacía tiempo no tenía noticias y, tras los saludos de rigor y preguntas sobre la salud y familia, me suelta a bocajarro: “¿Es que te has hecho bolchevique?”. “No”, le respondo. “Como escribes en el Mundo Obrero, pensaba que habías cambiado”. Para que esta conversación se entienda, he de decir que, según consta en mi amplia ficha policial, soy comunista sí, pero libertario, esto es, anarquista. Hecha esta aclaración, tal vez habrá quien comprenda las reticencias de mi amigo. Yo no. ¿Acaso las cárceles, las torturas, los asesinatos cometidos por el fascismo eran – y son –  diferentes para una y otra ideología? ¿No nos une el mismo objetivo, que no es otro que el fin del Capitalismo y sus crímenes? ¿Tan pronto hemos olvidado la historia, la fortaleza en la unidad y la derrota en la división? Que hay diferencias, las hay, ¿pero vamos a preocuparnos de cómo guisar las habichuelas antes de sembrarlas?

Recibo otra llamada. Es tiempo de votaciones y ya se sabe, los trabajadores de la cultura, de repente nos hacemos visibles. Al otro lado de la línea, una compañera, militante de un movimiento que merece todos mis respetos por su coherencia y actividad, me pide mi adhesión al manifiesto que han elaborado para presentarse a las próximas elecciones. Me lo lee. Me pregunta que qué me parece y no tengo más remedio que contestarle que estoy de acuerdo en todo, pero, dado que los puntos y reivindicaciones son los mismos que plantea Izquierda Unida, ¿cuál es el motivo por el que se postulen por separado? Me lo explica, pero de su discurso sólo saco en claro que un puñado de votos – muchos o pocos, los que sean – se van a ir a la mierda. ¿Es que no hay manera de ponerse de acuerdo en lo fundamental y lo otro ya lo resolveremos?

Me entero que en mi pueblo, ¡finalmente!, Izquierda Unida y Podemos, van juntos. En las pasadas elecciones lo hizo cada uno por su lado, se quedaron fuera y permitieron que Vox entrara. ¡¡Ole con ole y olá!! En Madrid y en muchos lugares, tres cuartas partes de lo mismo, aunque los actores y organizaciones fueran diferentes. Podría continuar con más ejemplos, pero resulta cansino en exceso.

Sin embargo, sucede que hace un par de días, quedo con unos amigos a comer en un restaurante cercano y, como voy vestido con una camisa roja, soy objeto del mismo comentario por parte de los parroquianos: “¡Mira que eres rojo!”. Y es que, para muchos de ellos, habitantes del analfabetismo y la incultura, votantes de esa derecha cavernícola que solo pretende arrebatarles los escasos derechos conseguidos bajo la bandera de la unidad de España colgada de un balcón, el pensamiento de la Izquierda es uno y su objetivo único. ¡Mira tú por donde, lo tienen más claro que nosotros!

Como decía la libertaria Emma Goldman: ”Si el voto valiera para algo, estaría prohibido”. No pretendamos con éste hacer la Revolución. El voto es como una tirita que se coloca sobre la herida, pero qué duda cabe, sirve para cambiar pequeñas cosas, fundamentales en el día a día. Los derechos se conquistan con la lucha, pero también se pierden cuando las leyes cambian a gusto de unos pocos.

Y no nos equivoquemos, esos pocos no se dividen. Les une la defensa de los privilegios y les sustenta un fanatismo secular.

(Nota.- Esta columna está escrita en marzo de 2019. He tenido que cambiar muy pocas cosas. Han pasado cuatro años y hay quién se sigue planteando la unidad. ¿Really, George?)