Las urnas otorgan el gobierno a los conservadores, que se apoyarán previsible en una extrema derecha en auge. Fuera de la campaña quedó el ingreso de la OTAN o la reforzada alianza con EE.UU.

Los conservadores de “Coalición Nacional” (CN) consiguieron ser la fuerza más votada -20,8% y 48 escaños-, a pocas décimas el ultraderechista “Partido de los Finlandeses” obtuvo la segunda posición con su mejor resultado histórico -20,1% y 46 asientos-. Los socialdemócratas, con la mediática primera ministra Sanna Marin al frente, mejoraron levemente sus resultados de 2019 pero solo alcanzaron la tercera posición -19,9% y 43 diputados- y sus aliados sufrieron un retroceso generalizado.

El escenario deja al veterano Petteri Orpo, líder de CN y varias veces exministro, como favorito para conformar gobierno. Pero antes, debe alcanzar acuerdos con otros partidos que le garantice una mayoría durante la legislatura. Una tarea ardua en un parlamento tan fragmentado como en el finlandés. Y aunque todos los escenarios están abiertos, la fórmula más factible es la alianza entre CN y el Partido de los Finlandeses, una coalición que ya sirvió para formar gobierno entre 2015 y 2017.

Desde 2011 la política finlandesa se ha convertido en una suerte de “tripartidismo” donde conservadores, socialdemócratas y extrema derecha se disputan la primera posición por unas decenas de miles de votos. Hace cuatro años, los socialdemócratas se hicieron con la pole position por apenas 7.000 votos; un ajustado escenario que obligó a formar una coalición de gobierno con cinco partidos -centristas, Liga Verde, Alianza de la Izquierda y el Partido Popular Sueco de Finlandia- llegados desde distintas partes del espectro político.

Al frente se situó el por entonces líder socialdemócrata Antti Juhani Rinne, que se vio obligado a dimitir para evitar una moción de censura. Así fue como saltó a la palestra la joven Sanna Marin, que con 34 años ostentó la jefatura de gobierno. No obstante, las desavenencias a la interna de esta coalición quintapartita dificultaba repetir fórmula y obligaba a los de Marin a mejorar sustancialmente sus resultados si querían mantenerse en el poder a sabiendas de que parte de sus socios no estaban dispuestos a repetir compañeros de viaje.

Todos los socios menores del ejecutivo han sufrido un retroceso electoral, especialmente grave en el caso de verdes y centristas, lo que hace prácticamente inviable la permanencia de los socialdemócratas en el ejecutivo. La única opción para los de Marin sería una gran coalición con los conservadores del CN, un escenario que no es descartable pero sí poco probable teniendo en cuenta la bronca oposición practicada por los conservadores estos últimos cuatro años.

La Alianza de Izquierda (Vasemmistoliitto), cosechó su peor resultado electoral desde su creación en 1991. Sexta fuerza con un 7,1% de los votos, lo que se tradujo en 11 escaños, cinco menos que la legislatura pasada. Desde la coalición señalaron los llamados al voto útil y a la ley electoral como principales responsables del retroceso.

La campaña, ciertamente se desarrolló en términos eminentemente internos; ni la guerra de Ucrania, ni el ingreso en la OTAN -donde existe un alto consenso entre las fuerzas políticas finesas- opacaron a la inflación o la deuda externa, verdaderos ejes del debate público.

Ruptura de la neutralidad exterior y reubicación geopolítica

La presidenta de la formación izquierdista, Li Andersson, defendió tras la noche electoral el papel de la formación en el gobierno central, incluyendo la entrada de Finlandia en la OTAN, aprobada con el voto a favor del 95% de los diputados, incluyendo los de La Alianza de Izquierdas. De hecho, la adhesión del ya miembro 31 de la alianza militar se hizo efectiva el martes 4 de abril, dos días después de los comicios, y fue celebrada por todo el arco político.

Este ingreso representa a la perfección los cambios geopolíticos que experimenta Finlandia y que en buena medida son un reflejo de dinámicas globales. La invasión rusa de Ucrania sirvió a EEUU para revitalizar su liderazgo entre los países occidentales y sacar a la OTAN de su “muerte cerebral”.

En un contexto de creciente estrés geopolítico y con sus principales aliados económicos y políticos elevando el tono frente a Rusia, Finlandia optó por mimetizarse en el recompuesto “bloque occidental” y romper su histórica neutralidad exterior al solicitar la entrada en la OTAN ante la “amenaza de posible invasión rusa”. Un ingreso completado en tiempo récord, el más rápido desde que se fundó la organización militar, pese a las trabas turcas -solo saciadas con el fin de la política de asilo y acogida de kurdos por parte de Finlandia- y las dudas de Hungría -el socio más escéptico en la estrategia de confrontación con Rusia-.

El ingreso de Helsinki en la OTAN duplica la frontera de la alianza militar con Moscú, que pasa de 900 km a más de 2.000, y termina de enterrar la doctrina Paasikivi-Kekkonen, bautizada así por los dos primeros ministros fineses que tras el fin de la Segunda Guerra Mundial optaron por adoptar una política exterior sensible a los intereses soviéticos pese a que el modelo político y económico del país era asimilable al bloque occidental. Se trataba básicamente de buscar unas relaciones estables y previsibles con su todopoderoso vecino, lo que implicó la no entrada en la OTAN o la no adhesión al Plan Marshall y a la Comunidad Económica Europea.

El colapso del campo socialista deshizo buena parte de este enfoque; Finlandia dio por acabado el Tratado de Amistad, Cooperación y Asistencia en 1992 y se incorporó a la UE en 1995. Pese a ello, todos los gobiernos de Helsinki habían evitado ingresar en la OTAN por considerarse una afrenta demasiado grande para Moscú; la propia Sanna Marin afirmó en una entrevista a El País en enero del 2022 que “la adhesión a la OTAN no está en la agenda, pero es una posibilidad futura”. Pero la invasión ucraniana empujó en dirección contraria e hizo que Finlandia y Suecia rompieran su neutralidad militar.

Los propios estudios de opinión confirmarían un cambio de percepción entre la sociedad finesa, que hace tan solo dos años era mayoritariamente contraria al ingreso en la OTAN. En 2017, en la encuesta periódica que realiza la cadena pública Yle, solo un 19% de la población estaba a favor del ingreso en la OTAN, frente a un 53% que se manifestaban en contra. A finales de febrero de 2022, tras la invasión de Ucrania, el porcentaje favorable se disparó hasta el 53% y hoy parecía superar el 70%.

El Ministerio de Exteriores ruso aseguró desde el primer momento en el que se iniciaron los trámites de ingreso que “se verá obligado a adoptar medidas de respuesta de carácter técnico-militar, y de otro tipo, con el objetivo de detener las amenazas a su seguridad nacional”, asegurando que se trataba de “un giro radical” ante el cual “Helsinki debe ser consciente de la responsabilidad y de las consecuencias de esta medida”. Rusia anunció que reforzaría su despliegue en la frontera noroeste y que el tipo de material presente en la frontera dependería en buena medida del enfoque de la OTAN, que por el momento ha descartado desplegar tropas extranjeras en el país.

Escandinavia, nuevo foco de fricción internacional

Esta reorientación geopolítica terminará de completarse con la adhesión de Suecia a la organización militar. El caso sueco repite patrón y lógica geopolítica, ruptura de una política histórica de neutralidad tras la invasión rusa, pero tiene elementos propios que han hecho que ambos procesos se hayan desacoplado.

El apoyo decidido de Estocolmo a los kurdos, donde reside una nutrida diáspora, hace que Erdogan no contemple en el corto plazo desbloquear su ingreso en la OTAN. En todo caso, no parece asumible para EEUU que este escenario se prolongue sine die, y seguramente tras las elecciones presidenciales turcas veamos avances en las negociaciones. En un plano interno, el ingreso a la organización ha suscitado críticas ausentes en Finlandia, y en el parlamento sueco La Izquierda y el Partido Verde mantuvieron hasta el final su oposición.

Sea como fuere parece cuestión de tiempo que Suecia se convierta en el miembro 32 de la OTAN. Así las cosas, la hasta ahora tranquila península escandinava y su Mar del Báltico pasan de ocupar un lugar secundario en los equilibrios internacionales a volverse una zona de fricción entre Rusia y el bloque occidental. La geografía, que es tozuda, así lo ratifica; desde un punto de vista terrestre, el ingreso finés hace que Rusia pase a tener el doble de frontera con la OTAN, con el despliegue militar que ello exige; en cuanto a la dimensión marítima, las aguas territoriales suecas y la eventual militarización de sus costas -y especialmente de la Isla de Gotland- restringirán sustancialmente la capacidad de movimiento de la armada rusa en el Báltico.

Moscú se ve obligado a responder y remilitarizar una región hasta ahora “neutral”, lo que había permitido que sus esfuerzos estratégicos castrenses se centrasen en el siempre inestable Cáucaso, en la frontera ucraniana o en el Ártico.

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