La facción más conservadora de la clase dirigente británica está librando su propia guerra cultural. En pocos meses se suceden al menos
tres leyes escritas con el objetivo de
neutralizar toda acción pública que resulte molesta al estatus quo.
Los últimos años han estado marcados por un
incremento visible de la desigualdad en el Reino Unido, materializada en un
aumento continuo de la indigencia y del trabajo precario. A esta, ahora se le añade una
gestión nefasta de la pandemia de la COVID19, que cuenta con la tasa de muertes por millón de habitantes más alta de toda Europa.
Las elecciones generales de diciembre de 2019 dieron la victoria por mayoría absoluta a Boris Johnson,
tras un complejo proceso del que hablábamos en anteriores artículos. Boris prometió “traer el Brexit” y una parte significante del electorado, hastiado del debate, votó Conservador – o su sucedáneo, el Brexit Party de Farage –, sin necesariamente compartir la agenda del partido. Desde el referéndum de 2016 se sucedieron cinco años de insistente desmoralización por parte de los medios de masas a propósito de las posibles consecuencias del Brexit. Una tendencia que aún opera hoy, pasada su aplicación.
Todo ello revela una situación de inestabilidad generalizada. La facción conservadora de la clase dominante británica, legitimada en urnas y consciente de ello, ha reaccionado en pocos meses de una manera muy clara.
A mediados de 2020, se aprueba
una ley por la cual se prohíbe enseñar en las escuelas nada que pueda categorizarse como “posiciones políticas extremistas”, dentro de las cuales se incluyen “deseos públicos de
abolir o derrocar el capitalismo o la democracia” o “dar soporte a cualquier tipo de actividad ilegal, o no condenar las actividades ilegales realizadas en apoyo de su causa”.
Haciendo uso del asesinato de Sarah Everard, de treinta-tres años, desaparecida de noche mientras volvía a casa, se han aprobado
medidas para incrementar la vigilancia policial en los clubes y bares de ocio. Estas incluyen un aumento en el presupuesto de cámaras de vigilancia y una mayor presencia de agentes de paisano. Las medidas, sin embargo, resultan cuanto menos ridículas ante la verdad que enmascaran, tan terrible como reveladora: su asesino – presunto - fue
Wayne Couzens, miembro del cuerpo de policía desde 2018.
En respuesta a las numerosas protestas que se han ido sucediendo en los últimos años, el Ministerio de Interior ha puesto en marcha la escritura de
la versión británica de la Ley Mordaza. El esbozo de esta ley, que ya ha pasado su segunda lectura parlamentaria, incluye una gran revisión y
expansión de poderes del cuerpo policial, quienes tendrán una mayor potestad para
actuar ante protestas públicas que resulten
“demasiado molestas” o “demasiado ruidosas”.
La velocidad con la que se está forzando la aprobación de esta “ley mordaza” gracias a la mayoría parlamentaria conservadora, la incapacidad y falta de confianza de gran parte de la izquierda británica hacia el partido laborista de Kier Starmer, y la generalizada desorganización social dada la pandemia del COVID19 enuncian un
futuro incierto al tan reverenciado derecho de expresión en las islas británicas. Este resulta cuanto más grave dado el presente contexto global de profunda crisis económica y diplomática. Una crisis que en el Reino Unido aúna, en términos generales, el Brexit, la crisis de confianza de sus vecinos de la UE y la superación del bloque europeo-estadounidense por parte de China.